Aquella noche fue espectacular. Bocinas, gritos en la calle, discusión matrimonial en el piso de al lado…
Pero aquello no podía permitirse: ahora, a las dos de la mañana, la vecina de arriba paseaba a lo largo del pasillo, cantando.
La primera reacción de incredulidad dio paso a una explosión de mal genio: gritos, improperios e insultos; luego golpes en el techo con el palo de la escoba, pero todo esfuerzo resultó inútil. Aquello continuaba como si nada. Los pasos siguieron hasta primeras horas de la mañana, aunque las melodías cesaron a las cinco.
Por fin llegó un momento de paz y decidió protestar como nunca lo había hecho; aquello era un atropello a los derechos humanos y no podía permitirse… ¿Qué se habrían creído? ¿Que iban a seguir abusando de él? Iba a denunciarles… ¡qué gente tan ruin!
Llamó a la puerta, absolutamente indignado.
Abrió la madre de la casa con la cara demacrada y bañada en lágrimas… Detrás se veía a dos personas más. Entre lágrimas de la vecina oyó el entrecortado relato de lo que había pasado: el pequeño había convulsionado por la noche, le había subido la fiebre a 45º y había muerto en los brazos de su madre, mientras ella andaba por el pasillo, sin saber que hacer…
El vecino bajó a casa; había descubierto había problemas mayores que los suyos y que todo el ruido nocturno estaba totalmente justificado.

Juan F. Fernández

Decidió comprarse unos tapones para dormir la próxima vez.