En tiempos de los respetados samurais existía un Emperador, luchador ya mayor, que gobernaba el Imperio de las Islas del Japón. Por aquel entonces, a cambio de una suma de dinero, los nobles japoneses enviaban a sus hijos a escuelas donde se entrenaban para ser los temidos samurais de los cuentos. Por aquella razón un Maestro Samurai  aceptó como pupilo a un despierto niño de 13 años. Se entrenó duro, pero con prisas y cometió los errores propios de la inexperiencia y la irreflexión. Era corriente entonces que muchas familias  poderosas se disputaran el trono, que no se cedía por sucesión hereditaria. Pero, incomprensiblemente, una de las más influyentes, que había sido mano derecha del Emperador-Samurai, le traicionó y se rebeló contra él.

Entonces la costumbre era disputarse el trono, luchando. Aquél niño irreflexivo, con el paso del tiempo se convirtió en Samurai y formaba parte de aquella familia. Éste se puso como objetivo el gobernar y retó a un duelo al poderoso Rey Samurai. Éste no aceptó el reto. Muy dolido, el inexperto Samurai de «formación express» intentó todas las artimañas para que el Emperador luchara; incluso, en su frivolidad, llegó a insultar a los antepasados del Monarca Samurai. Ni que decir tiene que insultar a un antepasado era una ofensa descomunal, contra lo más sagrado; pero éste no se inmutó, haciendo un alarde de madurez y de autocontrol. Al ver de que no servía de nada, el jovencito caprichoso se fue enfadado. Un familiar, extrañado de su conducta, le preguntó cómo dejaba que le insultaran. El viejo samurai le respondió que la ira era como un mal regalo: si no la aceptabas se iba con quien te la había ofrecido….

Escritor es Kike Mateu