No podía tener más hijos

Embarazo natural en una mujer estéril (abril de 1988)

Son relativamente frecuentes en el Antiguo Testamento los relatos de mujeres estériles que consiguen de Dios el milagro de la concepción y nacimiento de un hijo, gracias a su oración confiada y llena de fe, que a veces se prolongaba durante muchos años. Entre los hebreos —y, en general, en los pueblos antiguos—, una numerosa descendencia constituía una señal clara de las bendiciones divinas. Por eso, la esterilidad era considerada entre ellos un oprobio.

Continúa la anécdota histórica…

A este respecto, resulta paradigmática la historia de Ana, mujer de Elcaná, tal como se narra en el primer libro de Samuel. Ana era estéril y cada año, cuando subía al Templo con su marido, la otra mujer de Elcaná la zahería a causa de su esterilidad. Ana lloraba de continuo y no quería comer. Elcaná, su marido, le decía: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti mejor que diez hijos?» (1 Sam 1, 7-8). Pero Ana no respondía: Yaveh había cerrado su seno —así se expresa la Escritura—, y nada en la tierra podía consolarla.

Pero Ana era una mujer piadosa. En una de aquellas subidas anuales al Templo, después de haber ofrecido el sacrificio ritual, oró a Yaveh llorando sin consuelo e hizo este voto: «¡Oh Yaveh Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yaveh por todos los días de su vida» (1 Sam 1, 11). Su oración fue escuchada y, al cabo de un año, Ana concibió y dio a luz un hijo.

Cuando el niño hubo crecido, lo condujo al Templo del Señor para que sirviese a Dios todos los días de su vida. Ese niño fue Samuel, uno de los grandes profetas de Israel. Después, Ana tuvo aún tres hijos y dos hijas, porque para Dios no hay nada imposible (Lc 1, 37): es el Señor de la vida y de la muerte.

También en nuestros tiempos Dios sigue obrando prodigios de resonancia bíblica, como el hecho de que una mujer estéril conciba y dé a luz por medios naturales. Escribió el Beato Josemaría: «Dios es el de siempre. —Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura. —»Ecce non est abbreviata manus Domini» —¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!» (Camino, n. 586).

La siguiente historia es una prueba más de ese poder y grandiosidad de Dios, que atiende las súplicas más atrevidas cuando le son dirigidas con fe y amor, con sumisión plena a su Voluntad amorosísima.

Una enfermedad esterilizante

Luisa nació en Chile en 1954. Educada en el seno de una familia cristiana numerosa —sus padres tuvieron nueve hijos—, deseaba fundar un hogar semejante. En 1976 contrajo matrimonio con Manuel, perteneciente también a una familia cristiana. Un año después de la boda, recibieron llenos de alegría el fruto de su amor: un niño al que bautizaron con el mismo nombre del padre. «Esperábamos que fuese el primero de muchos», escribe Manuel; pero «un año más tarde se le diagnosticó a mi mujer una enfermedad que le imposibilitaba para tener más hijos. Para nosotros fue muy duro aceptar esta realidad, así que esperanzados recurrimos a los médicos especialistas. El diagnóstico fue siempre el mismo. A pesar de este diagnóstico desfavorable, Luisa se sometió a varias operaciones con la esperanza de solucionar el problema; pero todo fue inútil. No había una solución para su enfermedad».

Los médicos le habían diagnosticado una endometriosis, enfermedad esterilizante de modo progresivo, tanto por las alteraciones hormonales que lleva consigo como por las consecuencias inflamatorias que origina en útero, ovarios y trompas.

A pesar del tratamiento, la enfermedad fue progresando inexorablemente. En abril de 1986, la enferma tuvo que ser operada. Según consta en el informe del cirujano, se le practicó una salpingooforectomía izquierda (extirpación de la trompa y del ovario izquierdos), se le extirpó un quiste en el ovario derecho, y hubo que liberar el intestino de las numerosas adherencias que lo sujetaban al ovario derecho. La trompa de ese lado presentaba además una dilatación patológica que limitaba la posibilidad de captar el ovocito en el momento de la ovulación, circunstancia necesaria para que pueda seguirse un embarazo.

Después de esta operación, las posibilidades de que Luisa y Manuel tuvieran descendencia de modo natural eran prácticamente inexistentes; así se lo manifestó claramente el médico, que les propuso la posibilidad de llevar a cabo una fecundación in vitro con posterior transferencia del embrión al útero materno. Luisa y Manuel —que, como se ha señalado, eran católicos practicantes—, conocedores de que el Magisterio de la Iglesia pone reparos de orden moral a esta técnica, se negaron a tal eventualidad y pusieron toda su confianza en Dios, aceptando de antemano su Voluntad.

Siguiendo los consejos del Beato Josemaría

Ellos se guiaron en todo momento por los consejos que el Beato Josemaría solía dar en casos semejantes. En una entrevista de 1968, recogida en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, una periodista formulaba al Fundador del Opus Dei la siguiente pregunta: «¿Cuál es, a su juicio, el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no tengan descendencia?». Vale la pena recoger una buena parte de la respuesta.

«En primer lugar les diré que no han de darse por vencidos con demasiada facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les bendiga —si es su Voluntad— como bendijo a los Patriarcas del Viejo Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos. Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo a sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza.

»Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso.

»Que miren a su alrededor, y descubrirán enseguida personas que necesitan ayuda, caridad y cariño. Hay además muchas labores apostólicas en las que pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz» (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 96).

A pesar del pronóstico de los médicos, durante varios años Luisa no perdió la esperanza de tener otro hijo. Acudía a la intercesión de Josemaría Escrivá, explica, «por el cariño que le tengo a su Obra, el Opus Dei, a él como sacerdote; porque tuve la suerte de haber participado en tertulias con él cuando vino a Chile. También porque le conozco a través de sus libros y escritos y porque (…) me considero su hija espiritual».

Otras muchas personas invocaron al entonces Siervo de Dios por la misma intención, según refiere una amiga de Luisa: «hermanas, sus padres, el marido, amigos, hasta unas religiosas de clausura a quienes pedía oraciones por una intención, encomendaron a Mons. Escrivá la causa humanamente imposible».

Pasaron los años y el hijo deseado no llegaba. Luisa se acordó de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei: ¿y si Dios tenía otros planes? Ella misma cuenta que, después de haber rezado ocho años por esa intención, dejó de hacerlo: «Me resigné a no tener más hijos —escribe en su relación—, ya no recé más por esa intención. Pensé que Dios querría otra cosa para mí; por ejemplo que me dedicara a los demás por el hecho de tener tiempo para eso, porque con un solo hijo se puede hacer con más facilidad».

Sin embargo, no era ése el querer divino. Parece como si el Señor hubiera esperado aquel acto de plena conformidad con su Voluntad para concederle una gracia tan anhelada.

Un nacimiento inexplicable

Todo sucedió con la mayor naturalidad. En 1988, Luisa quedó embarazada. La sorpresa suya y del marido fue grande; pero mayor, si cabe, fue la del ginecólogo que la había atendido: él sabía bien la extrema improbabilidad de que ese hecho se produjera. El embarazo transcurrió normalmente y el 9 de enero de 1989 nacía Juan José mediante operación cesárea. Uno de los testigos afirma que el médico, después de la intervención, «declaró enfáticamente que no había explicación humana, que Luisa seguía siendo tan infértil como cuando comenzó él a tratarla».

Efectivamente, en el protocolo del acto operatorio el cirujano deja constancia de su asombro con estas palabras lapidarias: «No existe una explicación lógica para este embarazo». Los motivos de una afirmación tan tajante están enumerados en una relación posterior, de junio de 1989, donde el especialista deja constancia del estado del único ovario y de la única trompa de la paciente, observados directamente en el acto operatorio: «el único ovario (…) está casi en su totalidad cubierto por tejido cicatricial, dejando ver sólo un pequeño segmento del mismo. Por otra parte, no se puede identificar claramente una trompa, y existe una abertura que puede corresponder a la fimbria (de la trompa), fija y lejos del ovario, por lo que esto hace técnicamente imposible entender cómo pudo juntarse el óvulo con el espermatozoide e iniciar el proceso de vida que dio origen a este embarazo».

Para quien conoce bien la anatomía y la fisiología, un embarazo en estas circunstancias es absolutamente inexplicable. Es la conclusión a la que llega también el jefe del servicio de Ginecología y Obstetricia de un hospital de Madrid: «Ante los datos disponibles, basándome en mi experiencia personal y en la literatura revisada, se puede concluir que no tiene explicación científica el hecho de que se produzca una fecundación en las condiciones reseñadas».

Una cosa más conviene señalar: el nacimiento de Juan José coincidió con el aniversario del nacimiento del Beato Josemaría. Hay que aclarar que el cirujano no tenía la menor idea del significado de esta fecha, cuando fijó la operación cesárea para el 9 de enero de 1989. Los padres de la criatura, al darse cuenta, lo interpretaron como el resello de que debían ese hijo a la intercesión del Fundador del Opus Dei ante el trono divino. Era —así se expresa uno de los testigos— «como el broche de oro» de un prodigio en el que se revela toda la grandeza de Dios, Autor de la vida.

Afirma la persona beneficiada: «Mi milagro es haber tenido un hijo habiéndoseme negado médicamente toda posibilidad a engendrar, excepto por «fertilización in vitro», lo que nunca hice porque la Iglesia se pronunció contrario a ello y no quería desobedecer.

»No me estaba haciendo ningún tratamiento especial; es más, hacía dos años que me había sometido a una intervención quirúrgica con el siguiente diagnóstico: imposibilidad de fecundación por vía normal y natural».

No duda en atribuir la concepción y nacimiento del hijo a la intercesión del Fundador del Opus Dei, por lo mucho que se lo había pedido.