La lectura espiritual y El hodiernismo

Hay hoy un acentuado afán de novedades, que aunque siempre ha sido una tentación (1Tim 6,2; 2Tim 4,3), hoy se ve agudizado por un verdadero culto a la modernidad y por otros condicionamientos que hemos de analizar en seguida. El hodiernismo, nuestro mal de siècle actual, puede ser ilustrado con esta anécdota: En 1976, dando yo unos ejercicios espirituales a unos religiosos, el encargado de la biblioteca me contó que un novicio, ayudándole a ordenarla, le había dicho con toda ingenuidad y convicción: «¿Por qué no retiramos todos los libros anteriores al Vaticano II?»…
Continúa la contribución…
¿Ha leído algún buen libro? Un Plan de Lectura Espiritual para Toda la Vida
por Padre John McCloskey

El propósito de la vida de un católico es llegar a ser santo. Por la gracia de Dios, podemos colaborar con El en esta tarea que dura toda la vida. Ya conocemos varios medios, y uno de ellos, verdaderamente indispensable, es la lectura espiritual que esta a la disposicion de todo el que sabe leer. San Josemaría Escrivá decía: «Que tu conducta y tu conversación sea tal que todo aquel que te mire o te escuche, pueda decir: Esta persona lee la vida de Jesucristo».

Demos un vistazo a la situación actual de la mayoría de los católicos en Europa y Norteamérica. Lamentablemente creo que estoy en lo cierto cuando digo que el contacto que la gran mayoría de los varios cientos de millones de personas tienen con la Sagrada Escritura es durante unos 10 minutos durante la Misa del domingo. Además, la mayoría tiene solamente una educacion catequética rudimentaria, que generalmente termina a una temprana edad. Por tanto, no conocen la Sagrada Escritura y a duras penas recuerdan el Catecismo. Además, muy pocas personas tienen conocimiento de los grandes clásicos de la espiritualidad católica.

Por otra parte, sus ojos y oídos se ven asaltados a diario por una avalancha de estímulos
que parecieran diseñados por el demonio, o por lo menos por los muchos amigos que tiene en la tierra, para mantenernos inmersos en el mundo de lo efímero y nuestras mentes muy lejos de la vida sobrenatural. Constantemente y en forma progresiva, la mayoría de la gente sólo lee libros y revistas que no son más que basura. Las películas que miran están llenas de violencia y estímulos sexuales, al igual que la música que se escucha. En el típico hogar americano la gente mira televisión durante un promedio de siete horas al día, convirtiendo a las personas en zombies, aptos para ser manipulados. La única competencia no es el disfrute saludable de la mutua compañía familiar, sino los juegos de computadoras y el Internet, donde basta apretar un botón para encontrar tentaciones muy serias.

Me parece que esta descripción es un retrato acertado de la vida diaria de cientos de millones de católicos.

Afortunadamente esto aún no ha llegado a todas partes del mundo, pero en vista de la actual hegemonía del Occidente secular, puede serlo muy pronto. Que remedio existe para detener este asalto de la cultura de la muerte que lleva no sólo al embotamiento sino a la muerte del alma? Una respuesta es la lectura espiritual católica, que está disponible para todo aquel que tenga ojos para ver, oídos para oir (Recordemos los libros en cassettes) y dinero para comprar libros o bibliotecas donde prestarlos.

«La lectura ha producido muchos santos». Es difícil imaginar un santo que no haya sido profundamente influenciado por la lectura espiritual no sólo antes de entregar su vida a la obra de Dios en la tierra, sino continuando la lectura espiritual como parte integral de su rutina diaria hasta el día de su muerte.

Dice Santo Tomás de Aquino: «Nada hay en el intelecto que no nos haya llegado primero por los sentidos». Lo maravilloso es que tenemos una clara ventaja, ya que a medida que pasan los años y los siglos, apenas estaríamos empezando a cubrir una pequeña porción de los cientos de miles de los grandes clásicos espirituales, y de la poesía y la prosa inspirada por el catolicismo.

Veamos el ejemplo de San Agustín, quien escuchó la frase «Tolle et lege» (Toma y lee) y abrió el Evangelio en una sección que como resultado, cambió su vida y el curso de la civilización cristiana. San Antonio, el fundador del monasticismo, se conmovió tanto leyendo la historia del joven rico que siguió el mandato de «Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y ven sígueme». Sin esta obediencia a la Palabra, quién sabe si la cristiandad hubiera podido sobrevivir el asalto de la invasión bárbara. San Ignacio, convalesciendo en su cama de las graves heridas recibidas en batalla, echó a un lado el equivalente a lo que hoy llamamos sensacionalismo, comenzó a leer libros espirituales que lo inspiraron a cambiar radicalmente su vida, abrazar a Cristo y fundar la orden de los Jesuítas, los grandes campeones de la Reforma Católica. Otra vez se cambió la historia del mundo.

O en tiempos más modernos, pensemos en el joven Anglicano divino, John Henry Newman, quien leyendo y releyendo los Padres de la Iglesia, vino a darse cuenta que, como Anglicano, su posición era análoga a la de un semi-Pelagiano. Leyó los argumentos de San Atanasio, quien dijo que sólo la Iglesia Católica «gobierna el mundo» y la Iglesia fue bendecida con una de las más grandes conversiones cuya influencia nos llega hasta el día de hoy.

Observemos al escritor espiritual moderno Thomas Merton quien, por pura curiosidad tomo un libro escrito por Etienne Gilson, el gran Tomista francés, sobre «Los elementos de la filosofía cristiana», y esto lo llevó a estudiar más detenidamente los postulados del catolicismo. Su estudio lo llevó a la conversión y eventualmente a su vocación como monje trapense. Flannery O’Connor, la gran autora católica sureña, se propuso leer por lo menos 20 minutos diarios de la Summa, y en consecuencia sus escritos están llenos del sentido común y aun del tono irónico del Doctor Angélico. Estos son apenas unos pocos ejemplos que podrían citarse. En realidad, creo que toda persona que lea este articulo, podría contarnos su propia historia ahora o muy pronto!

El Santo Padre en su carta apostólica «Al comienzo del Tercer Milenio», que constituye el plan apostólico para nuestro siglo, nos urge a que «contemplemos el rostro de Cristo», y uno de los medios principales que nos señala es la Sagrada Escritura: «La Escritura tiene un legítimo lugar de honor en la oración pública de la Iglesia. Es especialmente importante que el escuchar la palabra de Dios se convierta en un encuentro vivificante, en la antigua y siempre nueva tradición de la ‘lectio divina’, que extrae del texto bíblico la palabra viva que cuestiona, dirige, y da forma a nuestras vidas».

Según el Catecismo de la Iglesia y el Concilio Vaticano II, la Sagrada Escritura es la palabra de Dios puesta por escrito por el soplo del Espíritu Santo. La Biblia consta de 72 libros en el Nuevo y el Antiguo Testamento, confirmados por la Iglesia en el Concilio Provincial de Hipona en 393, como canónicos (o de inspiración divina). La Sagrada Escritura no es solamente la guía de nuestra salvacion, de la que fluye virtualmente toda la teología y práctica catolicas, sino que también es la base de la cultura cristiana.

Sin la Biblia nos reduciríamos a simples adoradores de la naturaleza, o algo peor. Parafraseando el Catecismo: «La verdad que Dios ha revelado para nuestra salvación, la ha confiado a la Sagrada Escritura». Pero como el Espíritu Santo ha trabajado por medio de autores humanos quienes han usado muchas formas literarias para comunicar el Mensaje, es comprensible que acudamos sobre todo a la Iglesia para guiarnos en la interpretación correcta.

Después de todo, hasta San Pedro encontró desconcertantes algunos de los escritos de San Pablo! Este libro, el mejor vendido y el más citado de la historia, debe ser nuestro libro predilecto, para leerlo y meditarlo por lo menos unos pocos minutos diarios en forma ordenada.

Podríamos llamar a la Biblia el libro sin fin, ya que una vez que lo terminemos, lo comenzamos de nuevo, una y otra vez hasta que Dios nos llame a su lado. Es muy importante que aprendamos de la Biblia cómo vivir y para tal efecto, hacer resoluciones diarias. Con el tiempo vendremos a tener tal familiaridad con las historias de la Biblia, especialmente las del Nuevo Testamento, como la historia de nuestra propia vida, y entonces empezaremos a vivir en Cristo, inmersos en sus palabras y ejemplo.

La Biblia vendrá a ser la inspiracion frecuente de nuestra meditación y el texto principal para nuestro trabajo de evangelización.

Para asegurarnos de que nuestra Biblia esté siempre cerca de nosotros, es una buena idea tener una edición grande de la Biblia en casa y una edición de bolsillo del Nuevo Testamento. De ser posible, la versión grande debería tener comentarios que se concentren principalmente en el sentido práctico, espiritual o ascético de la Escritura, más que en el aspecto hermenéutico o exegético. Este comentario debe ser fiel a las enseñanzas de la Iglesia. La Biblia es por sobre todo, un libro por el que aprendemos a vivir la vida cristiana, más que para dirimir discusiones sobre aspectos de interpretación. Afortunadamente se han producido recientemente, ediciones que se ajustan a estos lineamientos. También hay libros muy buenos sobre la vida de Cristo que nos ayudan a «contemplar su Rostro», tales como «Conocer a Cristo Jesus» (To know Christ Jesus), de Frank Sheed y «Vida de Cristo» por Fulton Sheen.

Para complementar adecuadamente la lectura diaria de la Sagrada Escritura, sería bueno leer algún libro espiritual, normalmente recomendado por el propio director espiritual. Es prácticamente imposible agotar los libros clásicos espirituales católicos, ya que ni un universo entero de libros podría contarnos todo lo que Jesús hizo y enseñó durante su Vida. Estos libros pueden incluir obras del magisterio de la Iglesia, vidas de santos y libros escritos por santos, obras de teología, y una plétora de clásicos espirituales católicos.

Es una buena práctica leer sólo un libro a la vez, de principio a fin, quizás haciendo anotaciones o subrayando aquellos puntos que nos llaman la atención, de manera que podamos usarlos en la oración silenciosa, o en nuestras conversaciones con nuestro director espiritual. El Catecismo (2654) señala: «Buscad leyendo, y encontraréis meditando; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación». Una buena lectura espiritual lleva a la oración, a la auto negación y a un deseo cada vez mayor de compartir la evangelización con la familia, los amigos y la cultura que nos rodea.

Antes de finalizar, quiero agregar unos pocos consejos prácticos: Cuando haga su lectura espiritual, póngase en la presencia de Dios e invoque al Espíritu Santo. Asegúrese que está completamente alerta y en una habitación con buena luz y sin distracciones. O sea: Nunca tarde en la noche y acostado. No cree usted que la Palabra de Dios y los grandes clásicos espirituales merecen más que eso? La lectura no debe durar más de 15 minutos pero nunca menos. Juan Pablo II nos insta a seguir el mandamiento del Señor, de «ir y buscar lo hondo para pescar». Nuestro compromiso de lectura espiritual diaria nos ayudará a ser «pescadores de hombres».

https://www.catholicity.com/

Lecturas y libros cristianos.

El autor, fundador de Gratis Date, hace un exhaustivo análisis sobre como deben de ser las lecturas y los libros, estudia los textos desde la antigüedad hasta la actualidad, La multiplicación de las ediciones, el progresivo aumento de los heterodoxos, los problemas de publicación de libros buenos y los cambios próximos notables

Si la dietética corporal suscita, con toda razón, tantos estudios y escritos, la dietética espiritual, es decir, la alimentación de la mente y del corazón por las lecturas, debe ser considerada con atención aún mayor. En este sentido, la historia de las lecturas y libros cristianos, el análisis de su situación actual, así como la consideración de su futuro previsible y deseable, constituye un tema muy importante, que merecería estudios más profundos.

Aquí, sin embargo, me limitaré a presentar, divididas en tres partes, unos pocos datos y reflexiones, 1º- sobre las lecturas cristianas; 2º- sobre los libros cristianos, y 3º- sobre el mañana de unas y de otros.

Lecturas cristianas
Lectura es palabra que unas veces significa la acción de leer, y otras designa los escritos que se leen. En esta primera parte uso el término en la primera acepción. Y mis consideraciones no tratan principalmente de la lectura del estudioso, orientada a la investigación o la docencia. Describo más bien, haciendo una antología de textos, las notas que deben caracterizar la lectura religiosa del pueblo cristiano, y que vienen a ser aquéllas que los maestros espirituales antiguos o modernos han atribuído a la lectio divina monástica, o a lo que, a partir del Renacimiento, vendría a llamarse lectura espiritual (1).

Lectura asidua

Si por la palabra humana el hombre transmite a otros su espíritu, así el Padre celestial ha querido comunicar a los hombres su Espíritu divino por medio de su Palabra encarnada, Jesucristo. Por eso leer la Biblia y los demás libros santos es uno de los rasgos fundamentales de la vida espiritual cristiana. El creyente, si quiere serlo de verdad, ha de alimentar su fe con la Palabra divina. El orden, claramente establecido por el Apóstol, es éste: «el justo vive de la fe» (Rm 1,17); ahora bien, «la fe es por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo» (10,17).

Judíos y cristianos han sabido siempre que el hombre «vive de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4). El creyente, privado de la Palabra divina vivificante, va muriendo, como una planta sin agua. Así es, y se comprende bien que así sea. Ya que el cristiano ha de vivir como un «extranjero» entre los pensamientos y caminos del mundo (+1Pe 2,11) -que son para él engañosos y sofocantes- necesita absolutamente formar su mente y estimular su corazón leyendo o escuchando asiduamente «los pensamientos y caminos» del Padre enseñados por Jesucristo (+Is 55,8). Y palabra de Cristo es no solo la Escritura sagrada, sino, en un sentido más amplio, todos los buenos libros cristianos. De este modo, en la lectura espiritual el cristiano recibe lo que continuamente pide en el Padre nuestro, «el pan de cada día».

Que la Iglesia ha conocido siempre esta necesidad y ha proveído a ella lo vemos en la lectura continua de la Escritura y de los Padres, que se practica secularmente en las Horas litúrgicas y en la Misa. Es así como la Iglesia procura que sus hijos crezcan sanos y fuertes, alimentados por la Palabra divina, que es pan de vida. Por lo que se refiere a la lectura cristiana privada, ésta en la antigüedad se practica sobre todo en los ámbitos monásticos, y sólo se generaliza entre los buenos laicos cuando la alfabetización es más frecuente y los libros, gracias a la imprenta, se hacen más asequibles. Es así cómo, a partir del Renacimiento, la exhortación a la lectura espiritual cristiana es un tema habitual entre los autores (2).

Los monjes comprendieron esto muy pronto, de modo que lectura, oración y trabajo fueron desde el comienzo las coordenadas fundamentales de la vida monástica. San Pacomio (+346) quiere que sus monjes vivan en la rumia permanente de las palabras de vida eterna; y por eso prescribe: «Todos en el monasterio aprenderán a leer y a saber de memoria algo de las Escrituras: al menos el Nuevo Testamento y el Salterio» (Preceptos 140). De San Jerónimo (+420) se decía: «Siempre leyendo, dedicado a los libros, no descansa ni de día ni de noche» (Sulpicio Severo, Diálogos I, 9).

San Benito (+547), fiel a esta primera tradición monástica, establece en sus monasterios ratos amplios de lectura cada día, y más el domingo (Regla 48 y 73). El monje benedictino da, pues, la figura sapiencial de un lector asiduo, siempre a la escucha de la Palabra divina. Guillermo de San Teodorico (+1148) dirá de San Bernardo (+1153) que se ocupaba «incesantemente en orar, leer o meditar» (Vita Bernardi 4,24).

Pero no sólo los monjes han de leer, sino también los laicos. A ellos les dice San Juan Crisóstomo (+407): «Vosotros pensáis que la lectura de las divinas Escrituras es únicamente asunto de monjes, cuando la verdad es que vosotros tenéis mucha más necesidad que ellos de hacerla» (Hom. in Matth. 2,5). En sentido semejante se expresan San Jerónimo, San Gregorio Magno (+604: Ep. 4,31; 11,78), San Cesáreo de Arlés (+542: Sermón 6,2; 8,1). Y en tiempos en que los libros eran pocos y caros, el obispo San Epifanio (+403) afirma que «la compra de libros cristianos es necesaria para quienes tienen dinero» (Apophtegmata 8).

Libros buenos

En el comienzo de la Iglesia, en medio de muchos errores y herejías, los fieles cristianos pudieron permanecer en la verdad evangélica porque «perseveraban en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42). Y así ha sido siempre. Ellos, los apóstoles, recibieron de Cristo el encargo de «predicar» (Mc 3,14; Hch 6,4), y por eso ellos, y sus sucesores, los obispos, tienen sin duda, como dice el Vaticano II, la primacía docente en el pueblo cristiano (LG 25, CD 12, PO). En este sentido, al escoger las lecturas, deben ser elegidos aquellos libros que comunican la doctrina apostólica, esto es, la fe de la Iglesia, y los libros que disienten de ésta deben ser rechazados, aunque parecieran estar escritos por ángeles (Gál 1,8-9).

En la antigüedad, la lectura de los cristianos se centró siempre en la sagrada Escritura, de modo que lectio divina era expresión sinónima de sacra pagina. Pero ya desde antiguo fue poco a poco incluyendo también vidas de santos, pasiones de los mártires, comentarios a la Biblia, Reglas de vida religiosa, y, en general, escritos espirituales de los santos Padres. Así se comprueba, por ejemplo, en la Regla de San Benito (cp. 73).

En todo caso, los maestros espirituales antiguos o modernos han recomendado siempre la lectura de libros buenos, santificantes, es decir, recibidos por la fe de la Iglesia, capaces de iluminar la mente y de mover el corazón, aptos para corregir las costumbres y acrecentar el deseo de la perfección evangélica. Han aconsejado, pues, como dice Jean-Pierre de Caussade S.J. (+1751), «no leer sino libros escogidos, sólidos y llenos de piedad» (Lettre 31), y dejar a un lado, como quería San Pablo, las «novedades» vanas y las «charlatanerías irreverentes» (2Tim 4,3; 1Tim 6,20).

Ciertamente los santos eligieron sus lecturas según estos criterios. En 1526, cuando San Ignacio de Loyola (+1556) estudiaba en Alcalá, en un tiempo en que el mundo europeo de las ideas cristianas estaba en plena ebullición, y era notable la tendencia renacentista a la amplitud de lecturas y a estar al día en todo, le aconsejaron varios, y su propio confesor Miona, que leyera el Enchiridion militis christiani de Erasmo. Pero San Ignacio contestaba que él no lo quería leer, «porque oía a algunos predicadores y personas de autoridad reprender ya entonces a este autor; y respondía a los que se lo recomendaban, que algunos libros habría, de cuyos autores nadie dijese mal, y que ésos quería leer» (Luis González de Cámara: MHSI 56, Fontes Narrativi I, 595).

Incluso entre los libros que enseñan verdades, los cristianos deben elegir sobre todo los más necesarios para su vida espiritual. Y es que, en palabras de San Bernardo, «aunque toda ciencia fundada en la verdad sea buena, dada la brevedad del tiempo, hemos de darnos a obrar nuestra salvación con temor y temblor, y, por tanto y sobre todo, hemos de procurar aprender lo que más rectamente conduce a la salvación» (Serm. sobre Cantares 36,2).

Santa Teresa de Jesús (+1582) confiesa que siempre ha preferido leer el Evangelio, que no otros «libros muy bien concertados. En especial, si no era el autor muy muy aprobado, no lo había gana de leer» (Camino Esc. 35,4). Ella solía recomendar los autores que más le habían aprovechado: Jerónimo, Gregorio Magno, Agustín, Osuna, Bernardino de Laredo. Y muchos maestros de la vida espiritual han aconsejado igualmente la lectura de ciertos autores concretos (3).

Humberto de Romans (+1277), por ejemplo, al proponer una serie de libros recomendables a los novicios, aconseja: «Al comienzo, que lean libros útiles y claros, más bien que los difíciles y oscuros, y ante todo aquéllos que son más capaces de iluminarles, encenderles y afirmarles» (De officiis ordinis, c. 5, n. 18, Roma 1888, t.2, p.230). Una de las funciones importantes de la dirección espiritual, concretamente, ha sido siempre la orientación de las lecturas. Si no se guiara a los niños cuando comen, se alimentarían mal, a base de pasteles y caramelos.

No por vana curiosidad

Los autores espirituales han recordado con insistencia aquello de San Pablo, «la ciencia hincha, sólo la caridad edifica» (1Cor 8,1). Cierto que la salvación es en primer lugar un conocimiento, una gnosis salvífica, una fe. Pero esa fe no salva si no lleva al amor operante (Sant 2,14-26; Ef 4,15). Y en definitiva, como dice Santo Tomás, «es más valioso amar a Dios que conocerle» (STh I,82, 3 in c). Por eso hay que leer sobre todo aquello que más acreciente el amor al Señor y a los hombres.

Éste es, como he dicho, un convencimiento muchas veces inculcado por los espirituales. San Jerónimo dice que hay que «leer no como tarea, sino para alegrar e instruir el alma» (Ep. ad Demetriadem 130). Y San Bernardo quiere que se lea «a fin de aprender con más ardor lo que más vivamente puede movernos al amor; para no aprender por vanagloria, o por curiosidad, o por algo semejante, sino sólo para tu propia edificación o la del prójimo. Porque hay quienes quieren saber con el único fin de saber, y esto es torpe curiosidad» (Serm. Cantares 36,3).

Pocas cosas pueden vaciar tanto la lectura cristiana de su virtualidad santificante como esa vana curiosidad, que Santo Tomás estudia atentamente en la Summa (II-II, 167: cf. 35, 4 ad 3m) (4). Más aún; en el polo opuesto de la curiosidad, que es una ávida forma de riqueza, está la pobreza de ciencia, que es una forma especial de la pobreza evangélica. Es una vocación particular, sin duda, pero que a veces procede de Dios. Así, por ejemplo, San Francisco de Asís (+1226) dispone en su Regla: «Los que no saben letras que no cuiden de aprenderlas, mas miren que sobre todas las cosas deben desear el espíritu del Señor y su santa operación» (II, cp.X). Y es que él consideraba que «son tantos los que por propia voluntad procuran adquirir ciencia, que pueden llamarse bienaventurados los que por amor de Dios se hacen ignorantes» (Espejo de perfecc. IV). (5).

Lectura y oración

Son dos formas semejantes de escuchar a Dios, y se ayudan mutuamente. Así el concilio Vaticano II enseña que «a la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración, para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues «a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras»» (DV 25) (6).

Ya la tradición judía entiende la lectura de los libros santos como una oración, es decir, como una audición de las palabras y mandatos del Señor. Y así lo entiende también la tradición cristiana: leer los libros cristianos es escuchar a Cristo, Palabra de Dios, que «nos habla desde el cielo» (Heb 12,25; cf. Lc 10,16). Para San Jerónimo, la lectura sagrada es un modo de «tender las velas» al soplo del Espíritu Santo (In Ez. lib. 12; +San Basilio, +379, Ep. class. I, 2, 4) .

Incluso los métodos propuestos para orar y para leer han sido muchas veces semejantes. Así, por ejemplo, el modo clásico propuesto por Hugo de San Víctor (+1141): «Al comienzo, la lectura suministra materia para conocer la verdad, la meditación capta, la oración eleva, la acción ordena, la contemplación exulta» (Eruditio didascalica V, 9; cf. De meditandi artificio). De este modo clásico, con la ayuda de un libro, hizo oración Santa Teresa de Jesús durante dieciocho años (Vida 4,9).

El P. Alonso Rodríguez S.J. (+1616) explica bien el método: «Se ha de notar que para que esta lección sea provechosa, no ha de ser apresurada ni corrida, como quien lee historia, sino muy sosegada y atenta… Y es bueno, cuando hallamos algún paso devoto, detenernos en él un poco más y hacer allí una como estación, pensando lo que se ha leído, procurando de mover y aficionar la voluntad, al modo que lo hacemos en la [oración de] meditación, aunque en la meditación se hace eso más despacio, deteniéndonos más en las cosas y rumiándolas y digiriéndolas más; pero también se debe hacer esto en su modo en la lección espiritual. Y así lo aconsejan los Santos [cita a San Bernardo, San Efrén, San Juan Crisóstomo y San Agustín], y dicen que la lección espiritual ha de ser como el beber de la gallina, que bebe un poco y luego levanta la cabeza, y torna a beber otro poco y torna a levantar la cabeza» (Ejercicio de perfecc. I,5,28).

No muchos libros

En la lectura cristiana se ha de preferir la calidad a la cantidad, y la profundidad a la extensión. Los maestros antiguos, al tratar de la asimilación verdadera de las lecturas, empleaban términos como ruminatio, o bien masticatio: una buena digestión exige una masticación cuidadosa de lo ingerido. La lectura extensiva, apresurada, superficial, más perjudica que ayuda, pues envanece sin aprovechar. «No el mucho saber harta y satisface al alma, decía San Ignacio de Loyola, sino el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios 2). Y San Juan de la Cruz (+1591), ante la tentación de una cierta gula espiritual, advertía lo mismo: «Muchos no se acaban de hartar de oir consejos y aprender preceptos espirituales y tener y leer muchos libros que traten de eso, y se les va más en esto el tiempo que en obrar la mortificación y perfección de la pobreza interior de espíritu que deben» (1 Noche 3,1).

Puede haber en esto, como señalaba Juan Gerson, algo insano, como «un estómago asqueado, al que le gusta comer de muchas cosas y digerir poco» (De libris legendis a monacho). Y San Francisco de Sales aconsejaba: «Leed poco cada vez, pero con atención y devoción» (Oeuvres 21,142).

De hecho, San Ignacio de Loyola, ateniéndose a su propia enseñanza, que no era a su vez sino la manifestación de su experiencia personal, leía no muchos libros, y en su habitación solía tener sólo dos, que siempre releía sin cansarse, el Nuevo Testamento y la Imitación de Cristo (L. González de Cámara: ob. cit. 584 Y 659). San Francisco de Sales se atenía siempre al Combate espiritual de Lorenzo Scupli (+1610): «Es mi libro preferido, y lo llevo en mi bolsillo hace lo menos dieciocho años, sin que nunca lo haya releído sin provecho» (Oeuvres 13, 304). Más recientemente, Santa Teresa del Niño Jesús (+1897) procedía de modo semejante. De ella se cuenta que, «ya carmelita, un día que pasaba por delante de una biblioteca, dijo sonriendo a su hermana Celina: ¡Qué triste me sentiría si hubiese leído todos esos libros! Hubiera perdido un tiempo precioso que he empleado simplemente en amar a Dios» (Proceso apostólico 930). Y Charles de Foucauld (+1916) declaraba: «Desde hace diez años, puede decirse que no he leído más que dos libros: Santa Teresa y San Juan Crisóstomo. El segundo apenas lo he comenzado; el primero lo he leído y releído diez veces» (Lett. à l’Abbé Huvelin 8-III-1898).

Y adviértase que muchos de los santos que nos dan estas enseñanzas y ejemplos no son anacoretas alejados del mundo y sin influjo visible sobre él. San Bernardo, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola o San Francisco de Sales, por ejemplo, con sus lecturas elegidas e intensas, fueron los hombres más influyentes de su tiempo, y en medio de las mayores turbulencias ideológicas, ellos supieron marcar al pueblo cristiano, con seguridad y valentía, el norte evangélico.

Lectura y conversión

Hay que leer, sencillamente, para convertirse y practicar lo leído. Dice el apóstol Santiago: «Recibid con docilidad la Palabra que, plantada en vosotros, puede salvar vuestras almas. Hacéos realizadores de la Palabra, y no sólo oyentes, engañándoos a vosotros mismos» (1,21-22). Atención a esto: la doctrina espiritual cristiana no se entiende siquiera -por ejemplo, en lo referente a la pobreza- sino en la medida en que esa verdad se va viviendo en la vida personal. Por eso, sigue el apóstol, «si alguno se contenta con oir la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo; se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es. En cambio el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como realizador de ella, ése, practicándola, será feliz» (1,23-25).

San Benito elogiaba la fuerza santificante de la lectura bien hecha: «Para el que corre hacia la perfección de la vida, están las doctrinas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la perfección. Porque ¿qué página o sentencia dautoridad divina del Antiguo o del Nuevo Testamento no es rectísima norma de vida humana? ¿O qué libro de los santos Padres católicos no nos exhorta con insistencia a que corramos por el camino derecho hacia nuestro Creador? Y también las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas, como asimismo la Regla de nuestro Padre San Basilio ¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtudes (instrumenta virtutum) para monjes obedientes y de vida santa? Para nosotros, en cambio, tibios, relajados y negligentes, son motivo de sonrojo y confusión» (Regla 73, 2-7). En efecto, los libros santos, leídos en serio, denuncian con elocuencia la mediocridad o maldad de nuestras vidas, estimulándonos con gran fuerza hacia la perfección.

En fin, podemos aceptar sin reservas la definición que Diego Alvarez de Paz S.J. (+1620) da de la lectura cristiana: «La lectio consiste en meditar las Escrituras sagradas o los textos de los santos, no sólo para saber, sino para aprovechar espiritualmente y, conociendo así la voluntad de Dios, realizarla en la actividad» (De vita spirit. et ejus partibus, lib. II, p.4, c.31).

Situación actual

La situación actual de la lectura cristiana habrá de ser analizada, por tanto, considerando en qué medida cumple estas seis notas que configuran su perfección. Pues bien, mirando sólo el campo de Occidente, pueden arriesgarse con prudencia las siguientes apreciaciones.

1.- Hoy se hace poca lectura espiritual. La alimentación espiritual de textos cristianos suele ser insuficiente. Y esto es bastante grave, pues hoy, más que nunca, el influjo del mundo sobre las personas es muy intenso, a través de los medios de comunicación social.

2.- El alimento que en las lecturas cristianas se recibe no siempre es bueno, pues en las publicaciones católicas se viene mezclando, también más que nunca, la cizaña con el trigo. Por otra parte, hoy la lectura cristiana raras veces suele ser asesorada, y al no haber apenas libros de uso común, es decir, de lectura tradicional entre los fieles, fácilmente la lectura se sujeta a la moda, al capricho personal o a la oferta circunstancial de editoriales y librerías.

3.- Ha crecido en la lectura la curiosidad, y ha disminuído la devoción.

4.- Por eso mismo se han distanciado lectura y oración.

5.- Se lee poco, pero además la atención de los lectores tiende a dispersarse entre muchas obras: «non multum, sed multa».

6.- Todo esto lleva a un modo de lectura poco comprometido, en el que los libros cristianos no se toman tanto como instrumenta virtutum, es decir, como reglas de vida y herramientas de transformación personal, sino más bien como estímulos superficiales, unos más entre tantos otros.
Ya se ve con todo esto que la situación de la lectura está íntimamente ligada al estado actual de los libros cristianos. Pasemos, pues, a estudiar el pasado y el presente de éstos.

Libros cristianos

Hace unos cinco mil años que la humanidad conoce el arte de escribir. Y en cuanto el hombre tuvo acceso a las escrituras, quiso Dios hacer unas Escrituras sagradas, para transmitirle por ellas la Revelación. Leyes y profecías, evangelios y cartas apostólicas encarnaron al Logos divino en páginas que pueden comunicar la vida eterna. Hagamos, pues, una brevísima historia del libro cristiano.

En la antigüedad

Los antiguos autores cristianos no se sienten, por supuesto, propietarios de sus escritos, los difunden gratuitamente, y no prohiben su reproducción, sino que la recomiendan. La reproducción de los libros es por entonces muy costosa, y los copistas normalmente no transmiten sino las obras más valiosas. De hecho, apenas ha llegado a nosotros alguna obra cristiana antigua que no sea de calidad excelente y de ortodoxia perfecta. Y esto no se debe sólo a una darwinista selección natural de los libros, ejercitada por los copistas y sus patronos, sino también a la arraigada costumbre antigua de destruir las obras portadoras del error. En los Hechos de los Apóstoles (19,19) se recoge ya el caso de una gran quema de libros portadores de error y superstición.

Los catálogos de las bibliotecas antiguas, medievales y renacentistas, así como las listas de libros recomendados, a las que ya aludí, nos hacen ver que la lectura cristiana solía dedicarse a pocos libros, excelentes en calidad. Algunas obras, quizá, de astrólogos e historiadores, naturalistas o filósofos, carecían de la calidad deseable, por ignorancias de época. Pero al menos en las obras referentes a la fe, la estima de la Tradición era tan grande que muy difícilmente perduraba en las bibliotecas un libro contrario a «la doctrina de los Padres y concilios». Por otra parte, el alto precio y la misma rareza de los libros religiosos contribuían a conferirles un cierto carácter sagrado. Señalemos también que en aquellos tiempos las obras excelentes se mantenían vigentes durante muchos siglos, y se copiaban y transmitían una y otra vez.

En toda época, sin embargo, hubo libros malos. Éstos, ciertamente, eran retirados cuando se hacía manifiesta su heterodoxia; pero la Iglesia, a causa del todavía escaso desarrollo doctrinal, y sobre todo a causa de las malas comunicaciones de la época, tardaba a veces bastante en hacer los discernimientos de la ortodoxia. De manera que, más o menos, todas las generaciones cristianas conocieron en el campo de los libros el trigo y la cizaña mezclados.

Siglo XVI, imprenta y protestantismo

El protestantismo y la imprenta, junto con otras condiciones históricas, van a ocasionar en el libro cristiano cambios muy profundos. De una parte, los libros se van a multiplicar rápidamente, y de otra, el libre examen subjetivista va a erosionar notablemente el aprecio por la Tradición eclesial y por el Magisterio apostólico, colocando a los teólogos por encima de los pastores en la determinación y predicación de la fe cristiana.

En el mismo campo católico, vemos con alarma que a partir del XVI no pocas veces la mediocridad cuantitativa va prevaleciendo sobre la excelencia cualitativa, y que cualquier Despertador de conciencias dormidas, o cosa semejante, alcanza a veces mayor difusión que las obras de un San Juan de la Cruz. Cuando exploramos las bibliotecas importantes de estos siglos, en conventos o universidades, nos quedamos abrumados al ver la cantidad de piadosa morralla allí acumulada desde la invención de la imprenta. Encontramos también en ellas, sin duda, las obras excelentes, pero están semiocultas en la abundancia de la vulgaridad. Se hace patente ya un cambio muy marcado con respecto a las bibliotecas antiguas. Ahora la cantidad predomina sobre la calidad. La calidad está perdida entre la cantidad.

Siglo XX, enorme multiplicación de libros

En el siglo actual se produce una verdadera explosión en la cantidad de los libros publicados. He aquí algunos datos.

Antes del año 1500, Europa producía unos 1.000 títulos al año. Era necesario un siglo para formar una biblioteca de 100.000 obras. A partir de esos años, la publicación de libros y folletos va a experimentar un aumento uniformemente acelerado. En 1950, Europa producía unos 120.000 títulos por año; en diez meses, pues, se formaba entonces la biblioteca que antes tardaba un siglo en hacerse. En 1960, esa tarea se cumplía en siete meses y medio. Por fin, a mediados de los años sesenta, la producción mundial de libros era de unos 1.000 títulos diarios (Alvin Toffler, El shock del futuro, Plaza-Janés 1972, 44-45). Y adviértase que España, con más de 40.000 títulos anuales, ocupa uno de los primeros puestos en la producción editorial del mundo.

Esta explosión cuantitativa, por supuesto, se ha dado también en los libros cristianos. Y sin duda, en buena parte, este enorme crecimiento de publicaciones cristianas es una realidad que un periodista calificaría de imparable, un marxista de irreversible, y un cristiano de providencial. La expansión literaria que consideramos es, pues, en cierto sentido, necesaria, y lleva en sí todas las posibilidades maravillosas y todos los peligros abismales propios del enriquecimiento. En la búsqueda de la verdad, la posibilidad de reducir a unas pocas obras elegidas el campo de lecturas y meditaciones, quedó ya atrás, fuera de algunas vocaciones especiales, como quedó atrás el coche de caballos o la vida quieta de un Kant, que en toda su vida no sale de la provincia báltica de Könisberg.

Causas de la multiplicación

Examinemos, en referencia concreta al libro católico, aquellas causas de la multiplicación acelerada de las publicaciones. Señalaré sobre todo causas morales, que, por ser morales, es decir, por proceder de convicciones y decisiones más o menos libres, son en cierta medida modificables:

-Ha crecido muchísimo el número de escritores. Mirando hacia atrás, y considerando el número de autores eclesiásticos en una nación, vemos que cuando el número de sacerdotes era doble, la cantidad de las publicaciones era la mitad o un tercio. Hoy se escribe mucho más que antes, y en esto ha influído la elevación del nivel medio cultural, el perfeccionamiento de las artes gráficas, y quizá la disminución de la humildad. Antiguamente, en los primeros siglos, aunque en muchas Iglesias locales tendrían catequesis o reglamentos escritos, sólamente las Catequesis de Jerusalén, la Dídaque o la Traditio apostolica eran copiadas y pasaban a la historia literaria cristiana. O más tarde, sólo el Catecismo Romano, y unos pocos más, tendrían ediciones durante siglos. Actualmente hay, en cambio, un sinnúmero de Catecismos en todas las lenguas, publicados por decenas y decenas de países, profesores, institutos o equipos parroquiales.

-En general, los autores antiguos publicaban menos obras, más largamente elaboradas. Hoy son numerosos los escritores que tienen muchas obras. En nuestro tiempo, los grandes autores de pocos libros, como Xavier Zubiri o Henri de Lubac, son excepción; la mayoría no se contenta con menos de treinta o setenta obras, no todas, ciertamente, de la misma calidad.

-Un cierto democratismo equívoco, bastante generalizado, ha llevado a pensar en nuestro tiempo que cuantos más sean los que hablen, mayores serán las probabilidades de llegar al conocimiento de la verdad.

-Es preciso señalar también en nuestro presente un acentuado afán de novedades, que aunque siempre ha sido una tentación (1Tim 6,2; 2Tim 4,3), hoy se ve agudizado por un verdadero culto a la modernidad y por otros condicionamientos que hemos de analizar en seguida. El hodiernismo, nuestro mal de siècle actual (7), puede ser ilustrado con esta anécdota: En 1976, dando yo unos ejercicios espirituales a unos religiosos, el encargado de la biblioteca me contó que un novicio, ayudándole a ordenarla, le había dicho con toda ingenuidad y convicción: «¿Por qué no retiramos todos los libros anteriores al Vaticano II?»…

-La mayoría de las grandes Editoriales religiosas ha ido derivando en los últimos decenios hacia planteamientos de empresas comerciales, con todos los inconvenientes y ventajas que esto implica. Y al parecer estiman que los títulos nuevos se venden mejor, de manera que los catálogos se llenan abrumadoramente de novedades editoriales, constantemente renovadas. El fenómeno es tan acusado que nos recuerda al que se ha producido, en forma aún más grave, en las Editoriales discográficas de música moderna. En éstas la multiplicación de nuevas grabaciones se hace frenética, exigida por la presión de una turba de compositores, letristas, cantantes y conjuntos, requerida por un público insaciable, adicto ya, como a una droga, a la novedad, y precisada por la misma economía interna de las Casas, que de otro modo no podrían sobrevivir.

Esta tendencia hacia la multiplicidad morbosa, a la que Juan Pablo II alude al tratar del superdesarrollo en la encíclica Sollicitudo rei socialis (28-29), parece ser algo congénito de aquellas sociedades en las que la desbordante creatividad de la iniciativa privada y la impulsividad del afán de lucro no acaban de estar encauzadas al servicio del bien común. En esas sociedades no habrá, por ejemplo, quinientas medicinas específicas, sino cinco mil, o mejor, diez mil. Bastaría sin duda con muchas menos, y podrían ser así más baratas, pero el proceso parece difícilmente controlable. Si el gran Plotino, el enamorado del Uno, visitara el actual Occidente, moriría al instante, asfixiado por la angustia de la multiplicidad.

Todo esto que analizamos ha sido muy distinto en la Iglesia que ha vivido oprimida por los regímenes comunistas. El Oriente cristiano, por una parte, ha sido siempre más tradicional en sus lecturas cristianas. Pero, por otra parte, a ello se unió que el poder civil puso mil trabas a la actividad editorial religiosa. Ello ha traído consigo, juntamente, no pocas deficiencias, pero también una frecuente victoria de la calidad sobre la cantidad. Por esto, y por la persecución, esos cristianos suelen verse hoy menos afectados por la gran confusión mental que afecta al Occidente cristiano, sobre todo en los países muy ricos. También nuestro análisis necesitaría matizaciones importantes por lo que se refiere a la América católica de habla hispana, en donde la actividad editorial es reducida, y escaso el poder adquisitivo.

Efectos de la multiplicación

-Las Editoriales y Librerías católicas ofrecen hoy a los lectores en el Occidente opulento una maravillosa variedad de obras antiguas o modernas, a precios mucho más baratos que hace siglos. Nunca tantos y tan variados libros estaban al alcance de los lectores cristianos. Sobre cualquier tema, y al nivel expositivo que se prefiera, es posible hallar varias obras para elegir.

-El predominio de las novedades, alentado conjuntamente por autores, Editoriales y Librerías, va formando una muralla que pocos cristianos logran atravesar, y que a muchos les impide llegar a los mejores libros cristianos, antiguos o modernos. No sólamente los libros mejores antiguos, los que llamamos clásicos, van quedando relegados a los eruditos, sino que también los libros modernos excelentes son enterrados bajo la avalancha de unas novedades más recientes todavía, muchas veces de menor valor. Si buscamos, por ejemplo, entre las decenas de catecismos que hoy nos ofrecen, uno excelente que, larga y preciosamente elaborado, se publicó hace diez años, tendremos escasas probabilidades de encontrarlo. Estará agotado, no habrá interesado reeditarlo.

-La promoción permanente de la novedad trae consigo fácilmente una devaluación de lo antiguo, es decir, de la Tradición, e incluso, como he señalado, de lo moderno no último, aunque sea excelente.

Según esto, el predominio cuantitativo de la novedad viene a ser equivalente muchas veces al predominio de la mediocridad sobre la excelencia.

-Podrá decirse que «siempre ha sido así», y que las mejores obras han sido siempre leídas por unos pocos, mientras que la mayoría leía otros escritos de divulgación, más adecuados a sus posibilidades. Pero eso es verdad sólo hasta cierto punto. Ya hemos visto que las bibliotecas antiguas, en comparación a las actuales, tenían pocos libros y muy buenos. En todo caso, hay otro aspecto que conviene señalar: el abuso de la televisión y de otros medios de comunicación, la devaluación de la contemplación en favor de la acción -o mejor, de la eficacia inmediata-, la aversión igualitaria a lo excelente, en fin, el imperio cuantitativo de la mediocridad, al que ya hemos aludido, han ido produciendo en los cristianos una mayor inapetencia por los libros mejores. Y esto no sólo porque los lectores se ven distraídos por otros reclamos novedosos de menor calidad, sino también porque, habiéndose aficionado en Egipto al gusto de «pepinos y melones, puerros, cebollas y ajos», no les sabe ya a nada el maná de las obras excelentes que Dios les ofrece en el desierto: «Ahora, protestan, se nos quita el apetito de no ver más que maná» (+Núm 11,4-6).

La poca ortodoxia

Esto nos lleva a otra cuestión muy delicada. Se trata de saber si las Editoriales y Librerías católicas han de estar al servicio exclusivo de la ortodoxia, o si deben difundir también obras heterodoxas, más o menos alejadas de la fe, de la disciplina y de la moral de la Iglesia.

Hay a veces fidelidad a la verdad de Cristo. Son las Editoriales y Librerías que consideran los libros como preciosos alimentos y medicinas del pueblo cristiano, que exigen garantías sobre la ortodoxia de sus publicaciones, pues saben que está en juego la salud del Cuerpo místico del Señor. Así proceden en el mundo profano los Laboratorios, que antes de lanzar a la venta una medicina, comprueban cuidadosamente -cumpliendo, por lo demás, unos controles que la misma ley impone- que está exenta de toda nocividad. Saben bien que cuando difunden una medicina que produce malos efectos secundarios, malformaciones en la prole, o incluso muertes, la autoridad civil se apresurará a prohibir el fármaco en cuestión, sancionará al Laboratorio y le exigirá que compense a las víctimas por los daños causados. Existen actualmente grandes Editoriales y Librerías católicas que proceden con este absoluto cuidado, lo que comercial y moralmente les exige con frecuencia actitudes poco menos que heroicas. Desde aquí les saludamos con admiración y agradecimiento.

Pero es mucho más frecuente la infidelidad. Debemos confesar que en una buena parte de las grandes Editoriales y Librerías católicas, este cuidado, desde hace unos decenios, va resultando muy dudoso. Incluso algunas han promovido eficazmente a escritores que en materias graves disienten abiertamente de la doctrina apostólica de la Iglesia, y que, por lo demás, ni en la investigación ni en la síntesis ofrecen contribuciones valiosas ni originales, fuera de la originalidad de decir en el campo católico lo que en el protestante o en el agnóstico se había dicho ya hace bastantes años. Esto en los últimos años se ha producido en tantas ocasiones que ya no choca, no causa escándalo.

Y no es fácil entender, dicho sea de paso, la actividad de algunos autores católicos que colaboran con dichas Editoriales ofreciéndoles sus obras. Si los falsos profetas no pudieran mezclarse con los verdaderos, al rechazar éstos que se disimularan entre ellos, perderían en gran medida su oscuro ascendiente sobre el pueblo cristiano.

El Indice de libros prohibidos

En unos pocos decenios parece haber cambiado bastante en Occidente la sensibilidad hacia la ortodoxia y hacia lo que la hiere. Un texto de Arturo de Iorio, publicado en 1951, puede ilustrarnos la afirmación anterior. Dice así: «Los fieles deben abstenerse de leer no sólo los libros proscritos por ley o decreto, sino todo escrito que les exponga al peligro de perder la fe y de depravar las costumbres. Es ésta una obligación moral, impuesta por la ley natural, que no admite exención ni dispensa. La gravedad de esta obligación es proporcional al peligro a que se expone el alma. Ahora bien, como los simples fieles raramente estarán en situación de apreciar el peligro en que se van a encontrar, es natural que la Iglesia, con oportunos avisos y prohibiciones, les mantenga alejados de las lecturas malas» (Indice dei libri prohibiti, en Enciclopedia Cattolica, Città del Vaticano 1951). Un texto como éste, que hace medio siglo era lo normal, ahora resulta apenas imaginable. Sin embargo, dice la verdad.

Recordemos, pues, saliéndonos un momento de nuestro tiempo, la historia de la censura de los libros en la Iglesia, aunque los límites del presente estudio apenas permitan entrar en mayores detalles.

Los Hechos de los Apóstoles (19,19), como he recordado antes, ya da cuenta de una gran quema de libros. Y la Iglesia, en efecto, se vio desde antiguo en la necesidad de condenar algunos libros -uno, p. ej., de Arrio en el concilio de Nicea (325)-. El primer Indice de libros prohibidos nace con el papa Gelasio (486). Pío IV, a petición del concilio de Trento, publica un Indice (1564), y S. Pío V instituye la Sagrada Congregación del Indice de libros prohibidos (1571). Las últimas ediciones del Indice son de 1930, 1938, 1940 y 1948. Por esos años la avalancha de libros va siendo tal que desborda las posibilidades de un Indice, y ya sólo se producen reprobaciones públicas de ciertas obras particularmente nocivas.

El Código de Derecho Canónico de 1918 estima «obligación de todos los fieles, denunciar a los Ordinarios del lugar o a la Sede Apostólica los libros que estimen perniciosos» (c. 1397,1; +1395-1405). El concilio Vaticano II no trató de estos temas, pero en la atmósfera espiritual por él providencialmente creada, se suprimió el Indice (14-VI-1966). Más tarde, en 1983, el Código de Derecho Canónico renovado afirma como principio: «Para preservar la integridad de las verdades de fe y costumbres, los pastores de la Iglesia tienen el deber y el derecho de velar para que ni los escritos ni la utilización de los medios de comunicación social dañen la fe y las costumbres de los fieles cristianos; asimismo, de exigir que los fieles sometan a su juicio los escritos que vayan a publicar y tengan relación con la fe y costumbres; y también la de reprobar los escritos nocivos para la rectitud de la fe o para las buenas costumbres» (c. 823,1). En concreto, se reserva la censura previa, es decir, la exigencia de aprobación eclesiástica, a las ediciones de la Biblia, de textos litúrgicos, de oraciones o catecismos (cc. 825-827), así como de libros de texto empleados en la enseñanza de las ciencias eclesiásticas (c. 827,2). Y se «recomienda» que esta clase de libros, aunque no sean empleados como textos, se sometan al juicio del Ordinario (c. 827,3).

Misión editorial de los países ricos

Así las cosas, hay tres comprobaciones que parecen ciertas.

-Primera: En la historia de la Iglesia nunca ha habido un Corpus doctrinal tan luminoso y amplio como el que hoy tenemos, formado sobre todo desde León XIII, hasta Juan Pablo II, pasando por el concilio Vaticano II.

-Segunda: Las Editoriales que difunden la mayor parte con mucho de cuanto hoy se publica en la Iglesia -directamente o por las traducciones que promueven o autorizan- se hallan situadas, con otros centros de investigación y enseñanza, en estos países ricos de Occidente.

En la I Conferencia Iberoamericana del Libro (Granada, 1992), por ejemplo, se informa que de los 300.000 títulos accesibles al lector hispanoamericano 200.000 están editados en España. Y esta alta proporción, dos tercios, es aún bastante mayor en cuanto a los libros religiosos católicos. Por eso, la escritora mexicana Carmen Boullosa, en la exposición Liber’94, afirma que «la única forma que tiene un autor [hispanoamericano] para cruzar los límites de su país es publicar en España, para que desde ella los libros se distribuyan al Nuevo Mundo». Esto se ha cumplido, por ejemplo, con los autores hispanoamericanos de la teología de la liberación, que han hallado en algunas editoriales españolas un apoyo decisivo.

-Tercera: Dentro de la Iglesia actual, es en Occidente, y precisamente en los países más ricos de Europa y América del Norte, donde el secularismo y la descristianización han tenido más crecimiento, y donde los brotes de soberbia ante el Magisterio apostólico han surgido con mayor frecuencia e insolencia.

Las tres afirmaciones precedentes, combinadas entre sí, dan no poco que pensar. Recuerdan aquel pasaje del Evangelio: 1.-«Señor, ¿no has sembrado buena semilla en tu campo?». 2.-«¿De dónde viene, pues, que haya cizaña?». 3.- «Él contestó: algún enemigo ha hecho esto» (Mt 13,27-28).

Las Editoriales católicas de Occidente han recibido de Dios una misión providencial altísima. Unas sirven fielmente al ministerio, difundiendo la luz de Cristo hasta los últimos lugares de la Iglesia. Otras hay, es indudable, que no están a la altura de su responsabilidad, quizá excesiva.

Estas Editoriales están situadas en unos pueblos, los más ricos de la tierra, que Juan Pablo II ha denunciado varias veces con palabras muy fuertes: «No es posible cerrar los ojos ante la oleada de materialismo, hedonismo, ateísmo teórico y práctico, que desde los países occidentales se ha volcado sobre el resto del mundo» (21-III-1981). También en los últimos años algunos Obispos de Iglesias locales pobres han denunciado el escándalo que, en algunas materias de ideas y costumbres, vienen recibiendo desde el Occidente descristianizado y rico, de donde, por otra parte, han recibido y reciben tanto bien.

Responsabilidad excesiva

Quizá, efectivamente, como he indicado, se trate en estas Editoriales de una responsabilidad excesiva -es decir, objetivamente no proporcionada- a la condición de quienes las dirigen, por buena voluntad que en ello pongan. En este sentido, no deja de resultar extraño que la misión canónica sea hoy necesaria para enseñar en una Facultad de la Iglesia o en un pequeño Seminario, o incluso para presidir una parroquia de doscientos habitantes, y no sea en cambio precisa para dirigir una gran Editorial cristiana cuyas publicaciones influyen en millones de personas. También conviene señalar en esto que una Editorial no es sólo un director, sino un grupo de asesores y de colaboradores, un consejo de administración y unos accionistas, quizá una familia religiosa o un centro académico, etc., de modo que méritos o culpas en la gestión se diluyen frecuentemente en una amalgama de personas y entidades.

Libros cristianos y dinero

Consideremos, en fin, el aspecto económico de los libros católicos, atendiendo esta vez sobre todo a España y a los países Iberoamericanos. Las diversas Confesiones protestantes, motivadas por su tradicional devoción a la Palabra divina, y al tener una clientela de fieles bastante reducida, han planteado con frecuencia su actividad editorial popular formando importantes Fundaciones y Sociedades Bíblicas, que publican normalmente pocos títulos, en tiradas largas, y a unos precios sumamente baratos.

En el campo católico, por el contrario, una buena parte de las Editoriales han ido derivando hacia planteamientos de empresas comerciales, incluso entre aquéllas que se iniciaron con un gran idealismo apostólico. Quizá se hayan visto obligadas a ello por una serie de factores que no han sabido o podido o querido -según los casos- dominar:

-Tienden a no publicar aquellas obras excelentes de las que se prevé una venta insegura o simplemente lenta.

-Editan muchos títulos nuevos, pues se venden mejor, y los autores presionan para ello. Ahora bien, esto encarece mucho el precio del libro: las tiradas son necesariamente cortas, aumentan los gastos de almacenamiento y administración, y se hace preciso cubrir las pérdidas de títulos fracasados.

-Emplean con frecuencia formatos caros y atrayentes.

-Se ven necesitados de grandes aparatos de gestión y administración, y necesitan invertir grandes sumas en publicidad.

-A todo lo cual se añade que del precio de venta al público de un libro, generalmente, un 10 % lo retiene el autor, un 25 % la Librería, y un 40 o un 50 % la Distribuidora. En estas condiciones, y teniendo en cuenta los factores enumerados, se comprende que la Editorial ha de poner al libro un precio muy alto, no ya a veces para ganar, sino para sobrevivir.

-El resultado es un libro católico muy caro. En el que el costo de imprenta se ha multiplicado por tres, por cinco o por diez.

En diciembre de 1992, la revista española Vida Nueva, en el informe «Libro religioso. Las novedades del segundo semestre», daba referencia de 199 libros, señalando sus precios. Allí puede apreciarse que en el libro cristiano de divulgación el precio medio es de 6,30 pesetas por página (0,043 $ U.S.A.). Un libro, pues, de 200 páginas costará normalmente unas 1250 pesetas (8,5 $ U.S.A.). Carísimo.

Parece, pues, claro que el sistema más frecuente de publicaciones católicas resulta hoy inconveniente, al menos en las publicaciones destinadas al pueblo. No sirve satisfactoriamente a la difusión de la Palabra divina entre los hombres. Podrá subsistir, deberá perdurar acerca de cierto tipo de publicaciones, pero para cubrir las necesidades comunes y fundamentales de los fieles está lejos de ser el más adecuado.

Aunque todo esto que afirmo es evidente -cualquiera se da cuenta de ello-, casi nunca, por razones obvias, se dice por escrito. Debe, pues, ser afirmado y repetido ya por escrito.

Hispanoamérica

Podrá decirse, y es verdad, que el precio del libro religioso no constituye mayor problema en los países ricos, en Alemania, en Francia, incluso en España. Pero precisamente la Iglesia Católica va decreciendo en los países ricos, y va creciendo en los pobres -cosa, por lo demás, bastante previsible-. Pensemos concretamente en Hispanoamérica, donde el alto precio de los libros cristianos es un problema grave. Si los libros de las Editoriales católicas españolas son aquí bastante caros, allí resultan inevitablemente mucho más caros -menor poder adquisitivo, gastos de envío e importación, aduanas, cambios desfavorables de la moneda-, y últimamente, con las crisis económicas y la deuda exterior, van siendo prácticamente inasequibles. Copio algunos testimonios epistolares.

De Argentina (VIII-1989) me escribe un profesor amigo: «Ediciones protestantes de la Palabra de Dios, en Sociedades Bíblicas. Precios de venta al público: Los cuatro Evangelios, 0’75 $ USA; los salmos, 0,75; Nuevo Testamento, 1,80; Biblia completa encuadernada, 4,50. La edición más económica de la Biblia hecha por católicos tiene como precio de venta al público 18,20 $, o sea es cuatro veces más cara». Esta realidad, tantas veces comprobada, apenas es justificable.

Carta desde Chile (III-I988): «Bien sabes lo carísimos que son los libros aquí y lo bajísimo que está el peso. Un libro de 2.000 pesetas allá, aquí son 5.000 pesos o más: el tercio del sueldo mensual de muchos obreros en Chile». En las bibliotecas católicas de Iberoamérica, públicas o privadas, la mayor parte de los libros procede de España. Hasta hace unos años, las Editoriales católicas españolas más importantes vendían la mitad de su producción en España, la otra mitad en América. Actualmente se ha venido abajo en gran parte ese mercado americano: no están en condiciones de comprar libros españoles, sobre todo por la devaluación de sus monedas.

Esto crea en América Hispana una situación difícil, pues los libros -al menos las colecciones más valiosas- no pueden por ahora ser allí producidos, normalmente, ni tampoco pueden ser importados de España en condiciones tolerables. La salida, de momento, suele ser con frecuencia la fotocopiadora y las ediciones «pirata».

En México (VIII-1987) me contaban que un libro religioso español de 178 págs., que allí se vendía por 12.500 pesos, «pirateado» al offset, en la misma forma de encuadernación, para un movimiento apostólico, costaba 2.300 pesos.

Carta desde Argentina (IV-1988): «Prácticamente lo que aquí corre es la fotocopia de libros». Carta desde México (111-1988) de un profesor extranjero: «Cuando fui para N., noté con mucha sorpresa los precios de los libros. Tuve que acercarme a la cajera para quitar mi incredulidad, preguntándole si fueran precios o números de serie o de códigos de biblioteca o qué… Y es increíble la cantidad de literatura protestante que llega por aquí, todo gratis o muy barato… En mis clases de Sagrada Escritura, hago fotocopias de libros de texto. Por ejemplo, un libro de 50.000 pesos [importado de España] lo puedo ofrecer así a unos 20.000 pesos».

¡Se prohibe la reproducción!

Entre tanto, la mayor parte de las Editoriales religiosas inscriben en sus producciones avisos sobrecogedores: Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento en sistema informático y la transmisión en cualquier forma o medio: electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro o por otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

Ahora bien ¿habrá que considerar siempre como injustificable la reproducción de libros no autorizada? ¿No estaría tal acción, dentro de muchos lugares de América, por ejemplo, dentro de la figura jurídica del hurto famélico? Si algunas Editoriales católicas comprueban que en muchos países resulta mucho más barato reproducir sus libros a fotocopia que comprarlos, estimo que tendrán que replantear sus modos de producción y venta, buscando otros más adecuados a las necesidades del pueblo cristiano.

Futuro de las lecturas y de los libros cristianos

Ministerio pastoral del libro

Entre lectores y libros hay una relación profunda, y una mutua causalidad constante. A la demanda de los lectores corresponden las Editoriales con la oferta de ciertos libros, y la oferta insistente de ciertos libros provoca en los lectores una demanda de los mismos. Se ponen de moda ciertos temas, se multiplican las publicaciones sobre ellos, se llega a un punto de saturación, se dejan caer en el olvido, surgen otras cuestiones…

En este juego complejo y delicado, en el que se entrecruzan miles de causalidades y condicionamientos, creo que los lectores, frente a las Editoriales, tienen un papel más bien pasivo, en tanto que a éstas les corresponde una función más bien activa.

Dicho en otras palabras: Hay en la dirección de las Editoriales, en su relación con el pueblo cristiano, un ministerio pastoral de suma importancia y trascendencia, de modo que en su ejercicio puede hacerse mucho mal o mucho bien. Quienes dirigen una Editorial católica deben proponerse en primerísimo lugar el bien espiritual del pueblo cristiano, deben estar atentos a iluminar las oscuridades, clarificar las dudas, potenciar