No te lo pierdas.

Son historias de la calle: un dirigente sindicalista de Madrid, un estudiante de 2º de Bachillerato, vocación en el matrimonio, y la historia de Tomás.

Son historias que pasan hoy también pero que la tele no airea, por que no interesan. Sólo las saben aquéllos a quienes conceirnen. Y, ahora, a ti y a mí… (continúa más abajo)

1. Un joven dirigente sindicalista de Madrid, llamado Carlos, conduce por una calle y, de repente, sale un hombre entre dos coches aparcados. Da un frenazo que casi hacer saltar el air bag, pero llega a tiempo. Se siente indignado hacia el peatón. Sale del coche, le cubre de insultos y, cuando se da cuenta de que es un cura, insulta también a la Iglesia y a Dios. El sacerdote pide perdón, pero Carlos no se serena.

Amanece un nuevo día y Carlos sigue indignado, pero recuerda que su madre le enseñó a respetar a los sacerdotes. La nostalgia de su madre y la mirada suplicante del sacerdote se agolpan en su corazón, y se le ocurre confesarse. Desde el coche ve una iglesia, entra y se dirige a un confesionario. Mientras se acusa de sus pecados se da cuenta que el confesor es el cura al que maldijo ayer. Sorprendentemente la confesión procede con paz, tanta, que el sacerdote al final de la confesión le dice: “¿Has pensado alguna vez en ser sacerdote?” No sé lo que contestó Carlos, pero sí que fue al seminario, se ordenó sacerdote, y hoy es un párroco con gran empuje.

2. Federico me contó hace poco su vocación. Cuando terminaba el bachillerato, un amigo íntimo le dijo que tenía vocación para el Opus Dei.

— ¿Cómo puedes tu saber que Dios me llama? ¿Es que Dios te lo ha dicho a ti? ¿Por qué no me lo dice a mí?

Su amigo le contestó sonriendo:

— Fede, ¿es que pretendes que se te aparezca un ángel, como a la Virgen, y que te llame?

A esto Federico no supo cómo responder. Es más, le pareció que Dios muy bien podía estar llamándole a través de su amigo. Y en ese caso, mejor sería pedir la admisión en el Opus Dei… por si las moscas.

Federico dejó a su novia y lleva más de cincuenta años como numerario en el Opus Dei. Me dijo estar seguro de que fue Dios quien le llamó, porque si no, no se explica cómo podía haberse considerado durante tantos años el hombre más feliz del mundo.

3. Alberto me contó que cuando iba al parvulario jugaba con sus primitas a decir misa, y a muchas otras cosas. Ya en el colegio pensó ser cura, pero no se lo dijo a nadie. Cuando tenía 14 años le pareció que Ruth, una amiga de sus primas, era la chica más guapa del mundo. Un día, en una fiesta, se besaron, y puso su foto en la cartera. Con ocasión de los exámenes de final de bachillerato y primer año de carrera, casi se olvidó de Ruth.

Durante una estancia en el extranjero se escribieron. Aquel mismo verano se planteó despedirse de Ruth y entregarse a Dios del todo. Lo consultó con un amigo íntimo y con un sacerdote; ambos le animaron a pensárselo, a tratar más a Dios y pedirle luces. Al leer el libro “Camino” se encontró con estas palabras: “¿Te ríes porque te digo que tienes ‘vocación matrimonial’? —Pues la tienes: así, vocación”. Volvió a hablar con el sacerdote y éste le dijo que decidiera libremente si casarse o no, pero lo que estaba claro es que Dios quería que fuera muy amigo de Jesús y de la Virgen. Al poco de acabar la carrera, Alberto se casó con Ruth, tuvieron siete críos, comieron perdices y fueron muy felices. Tanto, que ambos piden a Dios todos los días que llame a sus hijos a seguirle en el celibato.

4. Esta última historia me ha llegado de tercera o cuarta mano. Pudiera estar manipulada para resaltar que Dios llama como a escondidas, dando a los que llama la libertad —y la inseguridad— de apostar por Él.

Tomás nació en una familia numerosa y pobre de la montaña. Todos los años pasaba por aquellos pueblos el Padre Reclutador de una orden religiosa, a quien muchas familias entregaban gozosas sus hijos cuando cumplían diez años. Gozosas, porque esto suponía una boca menos, una esmerada educación gratuita para sus hijos y, con la gracia de Dios, podrían llegar a tener un hijo fraile.

Tomás era muy revoltoso. Tenía tal vitalidad que no sabía estarse quieto. Poco antes de terminar el último curso, el padre prefecto le castigó a ponerse de rodillas una hora en un pasillo enfrente de la puerta del padre Superior. Lo de estar de rodillas no le importaba, pero… estarse quieto. Cogió su cinturón, metió el dedo índice en la hebilla y lo hizo rotar como las hélices de un helicóptero. En una de éstas, la correa tocó la puerta del padre superior, y se oyó su voz:

— ¡Adelante!

No tenía más remedio que entrar. Pero no le dio tiempo a pensar qué decir. El padre superior le recibió sonriente.

— ¡Hombre Tomás! ¿Qué te trae por aquí?

—…Es que… que me gustaría ir al noviciado mayor.

Se le acababa de ocurrir. Pocos días antes les habían dicho que tenían que decidir si pasar al noviciado mayor o volver a casa de sus padres. Tomás tenía pensado volver a su pueblo, pero en ese momento se le ocurrió que ¡también podía ser fraile! Y fraile se hizo, y murió a los 95 años, en olor de santidad.

Fernando Acaso, un sacerdote joven que ha pasado más de cincuenta años en Japón.

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