Una mujer pobre… nos dio limosna  (pobreza y generosidad)

Fuimos tres amigos a aquella casa. Tendríamos entre 15 y 16 años: esa edad en la que el corazón acoge deseos de hacer cosas grandes por los demás. Nos habíamos decidido a visitar a alguna persona necesitada para llevarle un pequeño obsequio –compramos unos pasteles-, acompañarla con nuestra conversación y ayudarla en lo que fuera posible.

Conseguimos la dirección en el “Patronato de Enfermos” (institución dirigida por las Damas Apostólicas en la calle Santa Engracia, de Madrid, y que se dedica a la atención de personas muy necesitadas). Aquella mujer vivía en un edificio situado entre Alonso Martínez y Bilbao. Subimos andando a uno de los últimos pisos –no había ascensor- y llamamos a la puerta. La mujer –amable- que abrió tendría cerca de sesenta años. Nos invitó a pasar.

Su casa “consistía” en una habitación pequeña –poco más de veinte metros cuadrados- en la que convivía con su madre –muy mayor- a la que debía atender en todo, pues era incapaz de moverse de su silla. Una cortina de hule intentaba crear dos ambientes distintos en la única habitación que tenía la casa.

Íbamos para darle conversación y un poco de alegría, pero ella tenía la sonrisa en su boca –una sonrisa natural- y la alegría en su alma desde el principio. Nos habló sin “victimismo” de su pobreza: apenas les llegaba el dinero para comer, carecían de agua corriente (y ella tenía que bajar andando todos los días a recoger un bidón para remediar las necesidades más elementales) y tampoco tenían acceso a la medicación necesaria para su madre. Sin embargo, todas las carencias materiales eran eclipsadas por la riqueza espiritual: una fe recia y encarnada en toda su vida.

Nos habló con naturalidad de la devoción que tenía a un sacerdote que había fallecido años atrás con fama de santidad. Y se refirió al favor que le había hecho a una amiga suya, también pobre: una mañana, su amiga se encontró con que sólo disponía de cinco duros (que entonces era como si hoy se encontrase con cincuenta céntimos en el bolsillo) y no tenía nada para que su familia comiese ese día. Después de rezarle al sacerdote, salió a la calle y se metió en un local que tenía máquinas tragaperras. Ella nunca había jugado a esas máquinas, pero se “encaró” con Dios a través de su santo: -“Ya ves que con cinco duros no comemos, ni un poco de arroz; que yo nunca he jugado a esto, pero que ahora lo hago por necesidad: no me falles”. Y jugó. Y ganó… ¡el premio gordo! (de hecho, salieron adelante durante toda una semana con el dinero obtenido: bien es cierto que en esa familia se conseguía “extender” el dinero de forma casi milagrosa para alimentarse).

Mientras hablaba nos animó a comer algo… ¡de los pasteles que le habíamos comprado! –“Pero si son para usted”… –“¿Qué ocurre, no os gustan? Además, vosotros sois muy jóvenes”, respondió para que no le hiciésemos el “feo” de rechazarlos.

Total: que nos fuimos de allí habiendo comido pasteles y habiendo pasado un rato agradabilísimo con aquella buena mujer (que nos pidió que volviésemos siempre que quisiéramos)… Habíamos ido a visitar a una mujer pobre y, en su casa, habíamos recibido de ella “limosna” (tanto material como espiritual, por el bien que nos hizo).

Continúa esta anécdota con  una explicación y una aportación profunda sobre la pobreza cristiana…

La explicación a «ir a por lana y salir trasquilados«, pero en el sentido contrario…:

Dice el refrán que “tiene más quien menos necesita”. Por eso recibimos limosna cuando fuimos a visitar a aquella mujer pobre: nos comimos los pasteles que le llevamos –“vosotros sois jóvenes y necesitáis comer”, razonaba de forma inapelable- y salimos beneficiados –enriquecidos- de su enorme riqueza espiritual.

Tiempo después, cuando volví al “Patronato de Enfermos” y pregunté por esa mujer, me dijeron que su madre había fallecido y que entonces ella había decidido dedicarse por entero a ayudar a las Damas Apostólicas en su tarea de atención a la gente necesitada. Primero se había entregado al servicio de su madre, y cuando ésta había fallecido pensó –en su pobreza “sin alardes”- que debía dedicarse a atender a los pobres: si esta mujer ha fallecido ya, estoy convencido de que tendrá un cielo muy grande. Aunque ya tenía parte de ese “cielo” en vida, porque era feliz en su “indigencia” al vivir cerca de Dios.

Todos salimos aquel día muy removidos por dentro. Uno de mis amigos dijo poco después: -“No quiero que me invites nunca más a una visita de éstas”. -“Si quieres vamos a otra que sea menos fuerte”, le respondí. Pero él dijo que no, que a ninguna. Por desgracia, pude comprobar más adelante que, siendo un muchacho con virtudes, cuando veía que Dios podía pedirle una exigencia mayor, se distraía en otras cosas para no complicarse la vida (ciertamente, me recordaba al pasaje evangélico del -tristemente famoso- joven rico).

Cuando Dios “hiere” nuestro corazón –sirviéndose a menudo de otras personas- hay que corresponder a sus exigencias sin hacer oídos sordos, pues podríamos endurecernos por dentro. Además, por mucho que parezca que le damos, siempre es más lo que recibimos: empezando por la relativa felicidad que es posible alcanzar ya en esta vida
Extraído de aquí.

EL ARTÍCULO APORTACIÓN SOBRE LA POBREZA CRISTIANA

Pobreza Cristiana

UNA AVARICIA PECULIAR

Poseer puede llegar a ser una pasión avasalladora. Es una de las inclinaciones que más enloquecen. Se refuerza con el deseo de seguridad, de poder y de presumir, que proporciona el tener mucho.

La tendencia desordenada a poseer suele manifestarse en el amor al dinero. El dinero no es propiamente un bien, sino un medio convencional de cambio que permite obtener bienes reales. Por eso, el dinero da lugar a una forma de avaricia peculiar, que no se centra en bienes, sino en el medio que parece proporcionarlos todos. En este sentido, en el amor al dinero se manifiesta en su esencia más pura la avaricia: el deseo de poseer, sin contenido real, sin bienes concretos que se amen: es como amar el poseer en abstracto.

Parece obvio que el dinero es importante y que hay que esforzarse por conseguirlo; en nuestra sociedad, sin dinero no se puede vivir. Esto es verdad, evidentemente, pero hay que tener cuidado con las generalizaciones. Admitamos que no se puede vivir sin dinero, por lo menos en una sociedad civilizada. Pero a continuación hay que preguntarse cuánto dinero es necesario para vivir y, también qué otras cosas, además de ganar dinero, importan en esta vida. Sería un círculo vicioso vivir para ganar dinero y ganar dinero solo para vivir.

El dinero, desde luego, no es lo primero. Sería absurdo dedicarle la vida, sabiendo que la vida misma es un bien limitado. El dinero es un instrumento. Hay que saber para qué se quiere; hay que saber cuánto se necesita; hay que saber lo que cuesta. Con esos datos podemos poner límites a la avaricia y dejar espacio y energías libres para dedicarse a los demás bienes importantes de esta vida: la cultura, la religión, las relaciones humanas, la amistad, etc.

UNA SENSATEZ INSENSATA

Muchos hombres que pueden considerarse verdaderamente sensatos y maduros porque son capaces de tomar decisiones ponderadas, de trabajar responsable y eficazmente, de organizar la vida de los demás, acaban cayendo, sin apenas darse cuenta, en esta tremenda insensatez: viven como si realmente el dinero fuera lo único importante y suponen loca y excéntrica cualquier otra visión de la vida. Es curioso, pero a medida que maduran, toma fuerza en su espíritu esa convicción. Es como si las demás cosas de la vida, de las que se esperaba mucho en otros momentos (la amistad, el amor, los viajes, las aficiones, etc.) se fueran difuminando con el tiempo y sólo el dinero se presentara como un valor sólido e inquebrantable.

Es una sensatez insensata: olvidan un dato fundamental que se ha repetido incansablemente a lo largo de la historia: los hombres nos morimos y el dinero no lo podemos llevar a la tumba; ni comprar con él nada que allí nos sirva. San Agustín nos lo recuerda: «Ni a nosotros ni a nuestros hijos nos hacen felices las riquezas terrenas, pues o las perdemos durante la vida, o después de morir, las poseerá quien no sabemos, o quizá acaben en manos de quien no queremos. Sólo Dios nos hace felices, porque Él es la verdadera riqueza del alma» (De Civitate Dei, V, 18, 1).

Con dinero se pueden adquirir muchos bienes materiales, se pueden pagar muchos servicios; da garantías y seguridad de cara al futuro; prestigio, poder y consideración social. Son muchos los bienes que proporciona; pero no todos y ni siquiera los más importantes. El dinero -como es evidente- sólo proporciona los bienes que se pueden comprar: cosas y servicios. El dinero no proporciona la paz del alma, ni el saber disfrutar de la belleza, ni la fuerza de la amistad, ni el calor del amor, ni las pequeñas delicias de una vida familiar, ni el saber saborear las circunstancias sencillas y bonitas de cada día, ni el encuentro con Dios. No proporciona inteligencia ni conocimientos. No proporciona ni honradez, ni paz; no hace al hombre virtuoso, ni buen padre de familia, ni buen gobernante, ni buen cristiano.

LA ESCALA DE LOS AMORES

No es que haya que contraponer el dinero a los bienes más importantes; no es que el dinero sea lo contrario; simplemente, son cosas distintas y no se mezclan como no se mezclan el aceite y el agua. Se puede tener amor, amistad, honestidad y cualquier otro bien con o sin dinero: no es ni más fácil ni más difícil. En principio, no influye; salvo en casos extremos: salvo que no haya nada o que haya demasiado.

Sin un mínimo de bienes materiales no suelen ser posibles los espirituales. Es muy difícil pensar en otros bienes cuando no se tiene qué comer o no se puede dar de comer a los que dependen de uno; cuando no están garantizados los mínimos de su­pervivencia. Sin una base material, es prácticamente imposible llevar una vida humana digna, educar a los más jóvenes y controlar mínimamente el propio estilo de vida. La miseria material suele ir acompañada, generalmente, de otras miserias humanas: suciedad, desarraigo, marginación, irresponsabilidad, degeneración de las estructuras personales, familiares y socíales, corrupción, etcétera.

Influye también el exceso, no el exceso de dinero -la cantidad aquí no es un criterio moral- sino el exceso de afición. Cuando la afición al dinero acapara, sustituye e impide el amor que el hombre tendría que poner en Dios o en los demás; cuando ab­sorbe las aspiraciones y las capacidades sin dejar respiro para otras cosas; cuando se convierte en el centro de la propia existencia. Lo malo no es el dinero, sino el desorden con que se ama.

El amor al dinero tiene que ocupar su sitio en la escala de los amores. Como no es el bien más importante no puede ocupar el primer lugar. Es un desorden dedicar tanto tiempo a ganar dinero que no quede tiempo para los demás bienes: que no quede tiempo para la amistad, la familia, el descanso, la relación con Dios o la cultura.

Es un desorden poner al dinero por encima de otros bienes más altos (que lo son casi todos). Y esto puede suceder sin apenas advertido, porque la lógica del dinero va acompañada frecuentemente de esa sensatez equivocada y loca, que hace que parezca razonable lo que, en realidad, es un gran error. Es un desorden, por ejemplo, trabajar mucho para proporcionar bienes a los hijos, sin pensar que la compañía del padre o de la madre es uno de los bienes que más necesitan.

Otro ejemplo cotidiano: muchas, muchísimas familias han quedado destrozadas por el simple hecho de tener que repartir una herencia. Padres, hijos, hermanos, matrimonios llegan a separarse y odiarse porque se han peleado por unas acciones, por unas tierras, por una casa… hasta por un mueble. Y esto sucede todos los días y ha sucedido desde la noche de los tiempos. ¿ Cuánto vale el amor de un hermano, de un hijo, de un marido…? ¿No vale más que un pedazo de materia? ¿No hubiera sido mejor ceder?

LA “TONTERÍA” HUMANA

Tener mucho dinero no es ni bueno ni malo moralmente hablando; tiene ventajas e inconvenientes. Los inconvenientes son claros: más capacidad para adquirir bienes es también más capacidad para despistarse, para entretenerse, para perder de vista lo fundamental porque absorbe demasiado lo accesorio.

Es también más fácil corromperse: porque la corrupción está más a mano y se ofrece muchas veces por dinero. Es fácil caer en la tontería humana: dejarse llevar por la vanidad, sentir el placer de provocar en los demás la envidia, haciendo ostentación de lo que se posee; es fácil dejarse llevar por el capricho; es fácil concederse todos los gustos y no ponerse el freno que otros se ponen por necesidad, en el comer, en el beber… Si hay mucho amor al dinero, es fácil dejarse comprar, ser sobornados, corrompidos; dejarse llevar por el espíritu de lujo y el capricho de gastar, caer en la frivolidad, etc.

Son inconvenientes claros. No es fácil ser honesto y rico. Cristo lo advirtió con toda claridad cuando dijo que es más difícil que se salve un rico, que pase un camello por el ojo de una aguja. Dicho así, podría parecer que es sencillamente imposible (desde luego no parece posible que pase un camello por el ojo de una aguja, por más que se han querido buscar interpretaciones fáciles de este duro texto). El Señor lo afirma a continuación: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, porque para Dios todo es posible». Lo que permite concluir, de momento, que para ser rico y buen cristiano, hay que pedir mucha ayuda a Dios.

Los inconvenientes de ser rico están hoy muy extendidos. En las sociedades industrializadas, se han introducido modos de vida que antes estaban reservados a unos pocos privilegiados. La vanidad, el capricho, el lujo, la frivolidad y la corrupción están al alcance de casi todas las fortunas.

Para muchos existe el peligro efectivo de dedicar su vida entera a poseer los bienes menos importantes; corren el grave riesgo de que su inteligencia esté permanentemente ocupada en planear lo que podrían tener y que, en su corazón, no quede espacio ni tiempo para otras cosas que las que se pueden ver y tocar. Es decir, corren el grave riesgo de que no les quede ni tiempo ni fuerzas para lo más importante.

PROCURAR LOS MEJORES BIENES

Ser rico tiene también ventajas. Esto es evidente si nos fijamos en los bienes elementales: tener dinero permite cubrir sin apuros las necesidades primarias. Pero esta es la menos importante de todas las ventajas. Las más importantes se refieren al uso de la libertad. Estas son las ventajas importantes desde un punto de vista moral.

Ser rico significa tener muchos medios y por lo tanto mucha libertad para obrar bien. Es un talento y, por tanto, una responsabilidad. Sólo los que tienen muchos medios pueden emprender grandes obras. El valor moral de la riqueza -y de quien la tiene- depende del fin al que la destina, porque el dinero sólo es un medio. La clave de la riqueza es el servicio que presta.

Precisamente por el atractivo que el dinero tiene y por los inconvenientes que puede llevar consigo poseer mucho, se requiere una actitud personal con respecto a él. Hay que tener un estilo de vida frente al dinero, para emplearlo bien y para no ser enga­ñados por él. La moral invita a ponerlo en el adecuado orden de amores. No amarlo por sí mismo, sino como un instrumento; no buscarlo en detrimento de otros bienes que son mejores; y utilizarlo para procurarse y procurar a otros esos bienes mejores.

Artículo de JUAN LUIS LORDA