Dios tiene sentido del humor

Érase una vez un campesino muy tonto que tenía una mujer muy lista. Ella se encargaba de administrar la casa: compraba y vendía, organizaba las labores en la granja y se preocupaba de que todo se mantuviera en perfecto orden. Pero un día se torció el tobillo y tuvo que quedarse en casa, porque no podía andar. Precisamente entonces había que vender una vaca. Y no hubo más remedio: el marido tuvo que llevarla a vender al mercado” .

La mujer le había advertido formalmente para que no la vendiera por menos de 160 florines y para que tuviera mucho cuidado con los compradores que charlan dema­siado. Porque ésos hablan, sí, pero no compran.

La historia continúa…

En el mercado, muchos compradores se enzarzaron en con­versaciones con el campesino. Pero éste recordó lo que le había dicho su mujer y no vendió la vaca a nin­guno de ellos. Así que tuvo que regresar a casa con la vaca y con el temor de que su mujer se enfadara. “De camino llegó a una aldea y entró en la iglesia, que estaba abierta. “Bueno -pensó-, voy a echar una ojeada dentro, a ver si encuentro algún comprador para mi vaca.” Entró, pues, en la iglesia, en el día precisamente de la fiesta de San Antonio. Había habido una romería en honor del santo, cuya imagen se hallaba en la iglesia, y precisamente por eso la puerta del templo estaba aún abierta. Pero era ya muy tarde y no había nadie en el interior. El campesino entró con su vaca y ató el animal a un banco de la iglesia. Él se adentró un poco más en el templo, porque acababa de ver a alguien que estaba muy callado y no decía ni palabra. Era precisamente la imagen de san Antonio.”

Como a san Antonio se le representa con un cer­dito, el campesino le tomó por un tratante de cerdos. Le gustó que estuviera tan callado. Y comenzó a conversar con la estatua. Le ofreció la vaca. Pero como san Anto­nio no respondió ni palabra, el campesino se enfadó y le arreó un golpe con su bastón. “Entonces, a los pies de Juan cayó una bolsa con dinero. “¡Está bien! -dijo-. Ya sabía que terminarías comprando mi vaca. ¡Si hubieras abierto la boca, no te habría arreado un garrotazo!” Satisfecho, el campesino recogió la bolsa de dinero, salió de la iglesia y regresó a casa.” Llegado a casa, entrega a su mujer la bolsa del dinero y se alegra de que ya no pueda tacharle de estúpido.

La mujer se queda alucinada al ver la importante cantidad de dinero conseguido con la venta. Juan sólo le cuenta que vendió la vaca a un tratante de cerdos que puso a sus pies la bolsa de dinero sin regatear lo más mínimo.

Cuando Juan salió de la iglesia, llegó el sacristán para cerrar la puerta. Vio la vaca atada a un banco. Y vio también que habían volado todos sus ahorros, que había escondido detrás de la estatua de san Antonio. Llamó al párroco y le contó su desgracia. Había escondido el dinero detrás de la estatua de san Antonio para ponerlo a buen recaudo de su mujer, que lo habría despilfarrado rápidamente. El párroco le dijo que se llevara la vaca y que le explicara a su mujer que era un regalo que le había hecho san Antonio.

“El sacristán llegó con la vaca a casa, y su mujer se asombró no poco de tan gran regalo, sobre todo porque el párroco era muy tacaño y no andaba tampoco muy sobrado de dinero. Pero el sacristán la tranquilizó diciéndole que era verdad y que no tenía más que preguntar al párroco.

Lleva­ron la vaca al establo. La mujer estaba encantada con ella y la cuidaba muy bien. Le fue gustando poco a poco el tra­bajo y, en vez de sus habituales comadrerías y de ir de una vecina a otra para contar el último chisme, empezó a cui­darse con mucho empeño de la vaca. La vaca daba mucha leche y era un buen animal, y la mujer, que antes había sido muy derrochadora, se hizo ahorradora al ver cuánto trabajo costaba ganar algo de dinero. De este modo, al cabo de poco tiempo pudo ahorrar el dinero suficiente para comprar otra vaca más. Después, compraron también una parcela de tierra. Y hoy, el sacristán es una persona acomodada, que tiene un gran establo y bastantes tierras.” Las cosas no fueron mal tampoco en la granja de Juan, una vez que su mujer pudo disponer de algo más dinero. Desde entonces no se atrevió ya a insultarle lla­mándole estúpido, aunque no por eso su marido era más inteligente que antes. “De este modo, la venta de la vaca a san Antonio había hecho felices a dos familias.”