Santa Teresa de Jesús cuenta en el libro de su vida que una vez vio lo siguiente:

«Vimos venir hacia nosotros -y otras personas también lo vieron-, una cosa, a manera de un sapo grande, con mucha más ligereza que ellos suelen andar. De la parte que él vino no puedo yo entender pudiere haber semejante sabandija en mitad del día ni nunca la ha habido y la operación que hizo en mí me parece no era sin misterio y tampoco esto se me olvidó jamás».

Y en otro lugar: Las sabandijas vuelven a aparecer en la visión terrorífica por excelencia que la santa describe en el capítulo XXXII, en esta visión no falta el olor pestilencial y en el suelo fangoso «muchas sabandijas malas en él». Posteriormente hay otro episodio (esta narración no está descrita en la vida) en la vida de la santa con un sapo en el convento de Malagón. Este incidente no pertenece a la vida de la santa que nos ocupa.

Aquí también el sapo es visto por varias personas, importuna y agrede a la santa a plena luz del día. En esta ocasión su hermano ayuda a librarla del acoso del animalejo. Otro lugar en el que la santa habla de sabandijas es el segundo libro de «las Moradas» escrito en 1577 por encargo de Fray Jerónimo Gracián.

Sapo: “algo malo que uno ha hecho, que se te queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores” (Definición de Elena, alumna de 6º de Primaria).

Ahora  la anécdota del sapo de Isabel , en la pluma magistral de Peque Monasterio…

El sapo de Isabel

No se llama Isabel la protagonista de esta anécdota, pero ella me ha pedido que la cuente con todo detalle.

Cuando llegó al colegio hace qué sé yo cuántos años, acababa de cumplir los trece y padecía un pavo en fase aguda.

Larguirucha, con cinco o seis arandelas en cada oreja y cara de pasota, pronto descubrió que, en este cole, las profesoras y el capellán le hacían caso. Y tanto le gustó la novedad, que se convirtió en mi sombra, una sombra grata casi siempre y un poco pesada a veces.

La adolescencia es imprevisible y variada.

Hay adolescentes eufóricos y depresivos, melancólicos y cínicos, tímidos y bocazas… A veces en un mismo chico o chica se dan características contradictorias; pero coinciden siempre en su inmensa desmesura.

El pavo de Isabel, fue lánguido, pegajoso, cansino, de brazos caídos y pies de plomo, de largos silencios y mirada triste de cachorro desamparado.

No soy capaz de recordar qué enormes problemas le impulsaban a verme cada tres días.

Muy graves no eran, ya que alguna vez la devolví a clase con cierta brusquedad.

—¡Qué fuerrrte…! —me reprochó un día haciendo tremolar la erre— Allá usted con su conciencia si no quiere hablar conmigo.

Pasaron los meses, terminó el curso, se fue a la Sierra, y de vuelta en septiembre, como tardaba en venir a saludarme, tomé yo la iniciativa.

—¿Qué tal, Isabel? ¿Cómo ha ido el verano!

—Normal. El tono, el gesto y la mirada eran secos y provocadores.

—¿Te ocurre algo?

—Que paso de colegios, de misas y de curas: son unos comecocos. Y no pienso recibir la Confirmación…

Demasiados mensajes para una sola frase. Este tipo de afirmaciones, a los 14 años, deben traducirse por hoy tengo mal día. Mañana hablaremos. Dos semanas más tarde, sin embargo, perseveraba en su actitud, y yo acudí a una de sus amigas:

—A Isabel lo que le pasa es que es tonta. Yo creo que tiene un sapo… Ya lo soltará.

Sí, claro, el famoso sapo; eso debía de ser.

Dicen los expertos que, a los 14 años, la sinceridad cuesta más que en otras edades; pero los expertos, como siempre, se equivocan. La sinceridad es tan difícil a los 14 como a los 50. Lo que ocurre es que en cada etapa de la vida las razones que uno se da para tragarse el sapo son diferentes. A los 14 años, por regla general, se miente peor que a los 50, ya que la hipocresía requiere mucha práctica. De ahí que el sapo de una adolescente sea sencillo de diagnosticar.

Pero Isabel seguía hermética como una ostra. Sus labios se habían convertido en una línea recta y dura, sellados a cualquier intento de comunicación civilizada.

Hasta que una tarde…

Venía hacia mí por la calle, acompañada por un chaval de unos quince años, alto y flaco, con ese aspecto de recién desenrollados que tienen algunos adolescentes.

Ella hablaba y hablaba sin dejar de mirarlo. No me vio hasta que casi nos tropezamos en un semáforo.

—Ah, hola… Isabel reaccionó con insólita cortesía:

—Le presento a Borja…, un amigo.

El chico me miró confuso. Le estreché la mano y me dirigí a Isabel:

—Oye, ¿sabes que tienes muy buen gusto?

Se puso roja, se le escapó una carcajada, y, oh, sorpresa, exhibió en los dientes un aparato metálico más espectacular que las arandelas de sus orejas. Trató de taparse la boca, pero ya era tarde…

Al día siguiente, me explicó lo que yo ya sabía: que ése era su sapo. Que le daba cosa que la viera así; pero que seguiría siendo mi amiga y, por supuesto, recibiría la Confirmación. Yo le conté entonces lo que ahora me sirve como moraleja de este artículo.

Abrir el alma en la dirección espiritual se hace duro cuando hemos cometido uno de esos errores que humillan no por su importancia, sino porque afectan al centro de nuestra intimidad, al concepto que uno tiene de sí mismo o a la imagen que le gustaría proyectar al exterior.

Así se forma el famoso sapo, que al enquistarse, produce un atasco en la conciencia y afecta a toda la vida moral.

Cuando, al fin, uno quita el tapón, vence al demonio mudo y achica sus miserias en el desaguadero de la Penitencia, el confesor apenas se fija en esos pecados —tan vulgares por otra parte—. Lo que le conmueve de verdad son las virtudes que el penitente muestra sin querer. Y el sapo —cuando sale de su guarida— acaba por ser tan terrible como el de Isabel.

Lo que ella no sospechará jamás es que aquel día, roja como el semáforo donde nos encontramos y con la risa acorazada, estaba más guapa que nunca.

Artículo escrito por Enrique Monasterio