La pluma blanca

Se cuenta que S. Felipe Neri (1515-1595) imponía a los novicios culpables de difundir rumores maliciosos la penitencia de llevar una almohada de plumas a la parte alta del campanario en un día de vendaval y soltar las plumas al viento. Luego debían bajar de la torre y recoger todas las plumas regadas por la campiña para volverlas a poner en la almohada. Tarea de antemano imposible, con que Felipe quería ilustrar los daños irreparables producidos por el escándalo de una calumnia o de la deformación de un hecho.

Comentario de la anécdota, que es una contribución…

Calumnia, que algo queda.

En muchas ocasiones noticias de pederastia de ministros de algunas diócesis de la Iglesia católica norteamericana no han sido calumnias ni deformación de hechos, y las autoridades civiles junto con la jerarquía de la Iglesia se han avocado al tema con la debida gravedad del caso, pero el huracán que hicieron los medios de comunicación de estas noticias desprestigian injustamente la vida sacerdotal de otros hombres, muchísimos, que han buscado con entrega absoluta el camino a la santidad siguiendo la imitación a Cristo. Desinflado el huracán, y con tantas plumas dispersas no ha correspondido a este virtuoso regimiento de hombres llamados al sacerdocio recogerlas teniendo tanto trabajo en altares y confesionarios. Más que defender la honra tienen por modelo poner la otra mejilla. Nos toca a otros con vocación de sanpedros recoger las plumas y de paso cortar algunas orejas.

Se equivocan los ministros católicos estadounidenses que proponen la abolición del celibato como medida para reducir los casos de pederastia. Ni siquiera hay correlación entre la forma elegida de vida y la incidencia de esa podredumbre. Los casos de abusos sexuales a menores es cuatro veces más alta entre ministros de otros cultos fuera del régimen del celibato y aún mayor tratándose de hombres padres de familia; pero sobre todo se equivocan porque no entienden el sentido del celibato ni parecen estar a la altura de la santidad para vivirlo.

El celibato no es gracia ni virtud de la mayoría sino de una minoría selecta, dotada de una estructura personal propia, a la que esta gracia, esta virtud, no hace violencia. Si el reino de Dios no es de este mundo, tampoco lo son, de alguna manera, sus embajadores. A ellos concierne dar testimonio de aquel reino precisamente con su forma desprendida de vivir esta vida.

El sacerdote por darse entero a Dios y a sus hermanos los hombres renuncia todos los días a sí mismo; renuncia a hacer una familia que distraiga su atención de esa otra gran familia que él adopta para salvar a través de la administración de los sacramentos, de su consejo y del testimonio de su vida, y que significativamente lo acoge con el cariñoso mote de «padre». Que muchos no puedan entender esta vida en permanente donación del sacerdote célibe se explica fácil: el mundo en que vivimos, orgulloso de las humanas conquistas está privado de la sensibilidad para entender las sublimes conquistas del espíritu. Tampoco pueden entender el lado dócil del celibato en gozosa donación a Dios, castidad vivida y no por desprecio del don de esta vida sino por el aprecio superior a otra de mayor calibre. No se esperaba que lo entendieran todos sino precisamente aquellos que necesitaban entenderlo.

Interpretar el celibato como una imposición arbitraria de la institución de la Iglesia sobre sus sacerdotes es desconocer la autoridad de esta institución para definir qué decide exigir a sus miembros para el desempeño idóneo de sus funciones al servicio espiritual y pastoral del pueblo de Dios, y es también ignorar que el celibato, antes de asumirse como una imposición desde fuera, se vive de manera interiorizada, integrada en el conjunto de la vida espiritual de quien la vive, con la íntima alegría de una elección hecha por amor a Cristo.

Quienes pugnan por abolir el celibato han argumentado también sobre la conveniencia de que los sacerdotes tengan la experiencia de la vida matrimonial para saber aconsejar matrimonios, lo que es tanto como suponer que el médico deba haber padecido cada enfermedad para saber curarla. El sacerdote no necesita estar casado para predicar la palabra de Dios que enseña el amor, la caridad, la entrega, el sacrificio y el perdón, conceptos fundamentales de un matrimonio cristiano, como tampoco necesita estar casado para conocer la sustancia del amor.

El ministerio del sacerdocio tiene en Jesucristo el modelo directo y el supremo ideal. Jesucristo, en plena armonía con su misión, permaneció toda su vida en estado célibe para dedicarse absoluta y totalmente al servicio del Padre y de los hombres, estado que Jesús mismo exigió de los pescadores que reclutó para hacerlos sus apóstoles al pedirles que dejaran todo y lo siguieran y así se hicieran pescadores de hombres.

Contribución extraída de FLUVIUM…