El peso de los intereses

En este mundo, dice Shakespeare, hacer el mal está a menudo bien visto, y obrar bien puede ser locura peligrosa. El que defiende una ética a la carta tiene siempre sus razones, pero sobre todo le sobran intereses. La invocación universal a los derechos humanos, seguida de cerca por su universal incumplimiento, es una prueba irrefutable de que el hombre, por una parte, sabe perfectamente lo que debe hacer, y por otra, tiene la libertad suficiente para no hacerlo. Ésa es la condición humana. Y ése, nuestro problema.

Si definimos la verdad como adecuación entre el entendimiento y la realidad, el relativismo es la adecuación entre el entendimiento y sus propios intereses. Es ponerse gafas de sol capaces de colorear la realidad, de manera que el hombre ya no ve las cosas como son, sino como él quiere que sean.

Muy bien lo expresa Dante cuando reconoce que «un mal amor me hizo ver recto el camino torcido». Don Quijote confunde una posada con un castillo, y a la asturiana Maritornes con la hija del señor del castillo. Y como tal la recibió de noche, con intención de no cometer alevosía a su señora Dulcinea del Toboso. Y así, a oscuras, «la hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y, aunque ella era de arpillera, a él le pareció ser de finísimo y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio; pero a él le dieron vislumbres de preciosas perlas orientales. Los cabellos, que en alguna manera tiraban a crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al mesmo sol escurecía. Y el aliento, que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático; ( … ) Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo, que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en sí la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar a otro que no fuera arriero; antes le parecía que tenía entre sus brazos a la diosa de la hermosura».

Se podrá objetar que la miopía amorosa de Don Quijote se debe a su locura, pero Calisto, Otelo y Julieta están perfectamente cuerdos.

El hombre es un ser constitutivamente apasionado, en peligro constante de ver la realidad coloreada por su pasión dominante. Hay en Lucrecio, en su poema «Sobre la naturaleza de las cosas», una descripción magnífica de esta situación.

Es quizá la única página donde su seriedad científica admite la desenvoltura de la picaresca: Si definimos la verdad como adecuación entre el entendimiento y la realidad, el relativismo es la adecuación entre el entendimiento y sus propios intereses. «Ciega por lo común a los amantes la pasión, y les muestra perfecciones aéreas, pues vemos que las feas aprisionan a los hombres de mil modos.

Si es negra su querida, para ellos es una morenita muy graciosa; si sucia y asquerosa, es descuidada; si enana y pequeñita, es graciosa y salada; si es alta y gigantesca, será majestuosa; si taciturna, es vergonzosa; si colérica y envidiosa, es pura vitalidad que no reposa; si es enfermiza, es una gran beldad desmejorada; cuando de puro tísica se muere, es de un temperamento delicado; si es tartamuda, tiene un tropiezo simpático; y si gorda, es como Ceres, la querida de Baco» (Lucrecio: De Rerum Natura)

Decíamos que el hombre es un ser inexorablemente apasionado. La pasión de Yago – como la de tantos – era el poder. Y no dudó en calumniar gravemente a su amigo Casio para hacerle caer en desgracia y ocupar su puesto de alférez: – !Qué bien me vendría su empleo! Sospecha que Casio puede no ser leal a Otelo. Y la débil sospecha, reforzada por sus turbias aspiraciones, acaba convertida en calumnia fuerte: – No sé si es verdad, pero tengo sospechas, y me bastan como si fueran verdad averiguada.