Título: Luz de alba, luz de ocaso

La tarde se va adentrando en silencio por la vereda carmesí que la lleva a la muerte. En consonancia con ese transitar pausado, el viejito me habla de lo que fue su vida. Estamos solos, tomando té en la penumbra del salón, que en esta hora tan acogedoramente se presta a las confidencias.

Con infinita nostalgia y ternura, sus ojos miran, pero no la realidad presente. sino los hechos y acciones que me va relatando. Nos separa el abismo del tiempo y todo lo que ello supone. Él se halla muy próximo a partir rumbo al Gran Enigma; y yo, como tantas veces me dicen los adultos, estoy empezando a vivir; pero a medida que el viejito me hace partícipe de sus sentimientos, experiencias y emociones me voy dando cuenta, no sin cierto asombro, de que ese tiempo al que alude, esos años tan dispares de los míos, en realidad no son más que fechas y acumulación de sucesos; no levantan entre nosotros muro alguno que nos diferencie en lo tocante a las cuestiones vitales.

Me habla de sus ilusiones de la niñez, de sus arrebatos de juventud, de lo que sintió la primera vez que besó a una chica, de amigos y diversiones; y aunque el contexto de cuanto escucho me resulta indescifrable, la esencia me es hondamente familiar.

Cómo es esto posible, me pregunto. Cómo puede haber un sustrato común a ambos cuando pertenecemos a mundos tan contrapuestos. Siento curiosidad y, expectante, aguardo la apertura de uno de los recapituladores silencios en que, a modo de puntos suspensivos, su relato se detiene.

Escojo con esmero las palabras y le traslado a él cuidadosamente mi pregunta. -Ah, mi querido joven -me dice en tono de cariñosa comprensión-, es que los tiempos y los escenarios cambian, vertiginosamente; pero algo en las innumerables generaciones de los actores que salen a escena permanece inalterable: el alma humana, que además nunca envejece.

Miguel Hynes