Un montañero caminaba en compañía de una familia rumbo a un refugio en
alta montaña en los Alpes. El camino se hacía duro en ocasiones, el aire
frío azotaba en sus caras, pero el lugar era impresionante. El refugio,
sencillo y tosco, resultó muy acogedor. En una de las paredes de piedra
destacaba esta leyenda grabada a fuego, sobre una tabla de madera:
«Donde los demás abandonan, nosotros comenzamos». Y sobre la chimenea
una frase escrita en inglés, no menos sugerente que la anterior: My
place is at the top: «Mi puesto está en la cumbre». El mundo del
alpinismo guarda ciertamente ejemplos de gente esforzada. Mallory es uno
de los grandes hombres del alpinismo mundial. En repetidas ocasiones
intentó la conquista del Everest. Desapa-reció en compa-ñía de Irvine
–otro hombre mítico- en el último de sus intentos. Cierto día
conversaba con él un periodista. No comprendía el entrevistador qué
motivaciones podían llevar a Mallory a arriesgar su vida y sufrir
penalidades por alcanzar simplemente una cumbre: «¿Por qué le importa
tanto subir ese monte?». La respuesta ha pasado a la historia: «Porque
está ahí» Para él era un reto. La simple existencia de aquella meta era
suficiente. Probablemente el periodista siguió sin entender nada, pero
Mallory había dado una respuesta bastante clara para un montañero. No
tenía nada más que añadir. El ser humano tiene un «gusanillo» dentro
que le hace buscar el «más difícil todavía». No se conforma con llevar
una vida mediocre, a medio gas. Decir «aquí me quedo, no puedo más» es
envejecer. Por eso la vida cristiana, los retos del evangelio, la
exigencia de gastarse día a día por amor a Dios y a los demás, conectan
con ese «más difícil todavía» que mueve nuestro ser. Los intentos de
«descafeinar» el mensaje de Cristo terminan por no atraer. Al final, en
la vida no valoramos sino lo que nos ha costado trabajo conseguir.