El profesor Lucifer y el monje Miguel viajan por casualidad juntos en un avión, y cuando sobrevuelan una catedral Lucifer blasfema contra la cruz. 

«Estoy penando si esa blasfemia te ayuda en algo -le dice el monje-. Escucha esta historia:

Conocí a un hombre como tú; él también odiaba al crucifijo; lo eliminó de su casa, del cuello de su mujer, hasta de sus cuadros; decía que era feo, símbolo de barbarie, contrario al gozo y a la vida. Pero su furia llegó a más todavía: un día trepó al campanario de una iglesia, arrancó la cruz y la arrojó desde lo alto.

Este odio terminó transformándose primero en delirio y después en locura furiosa. Una tarde de verano se detuvo, fumando su pipa, ante una larguísima empalizada; no brillaba ninguna luz, no se movía ni una hoja, pero creyó ver  la larga empalizada transformada en un ejército de cruces, unidas entre sí colina arriba y valle abajo. Entonces, blandiendo el bastón, arremetió contra la empalizada, como contra un batallón enemigo.

A lo largo de todo el camino fue destrozando y arrancando los palos que encontraba a su paso. Odiaba la cruz, y cada palo era para él una cruz. Al llegar a su casa seguía viendo cruces por todas partes, pateó los muebles, les prendió fuego, y a la mañana siguiente lo encontraron cadaver en el río.

Entonces, el profesor Lucifer, mordiéndose los labios, mira al anciano monje y le dice: «Esta historia te la has inventado tú». «Sí, responde Miguel, acabo de inventarla; pero expresa muy bien lo que estáis haciendo tú y tus amigos incrédulos. Comenzáis por despedazar la cruz y termináis por destruir el mundo».

Chesterton. La Esfera y la Cruz

Después de la anécdota, una bella reflexión de Juan Pablo II sobre la Cruz…

Cruz

Simón de Cirene, llamado a cargar con la cruz (cf. Mc 15, 21; Lc 23,26), no la quería llevar ciertamente. Hubo que obligarle. Caminaba junto a Cristo bajo el mismo peso. Le prestaba sus hombros cuando los del condenado parecían no poder aguantar más. Estaba cerca de El: más cerca que María o que Juan, a quien, a pesar de ser varón, no se le pide que le ayude. Le han llamado a él, a Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, como refiere el evangelio de Marcos (Mc 15,21). Le han llamado, le han obligado.

¿Cuánto duró esta coacción? ¿Cuánto tiempo caminó a su lado, dando muestras de que no tenía nada que ver con el condenado, con su culpa, con su condena?

¿Cuánto tiempo anduvo así, dividido interiormente, con una barrera de indiferencia entre él y ese Hombre que sufría?. “Estaba desnudo, tuve sed, estuve preso” (cf. Mt 25,35.36), llevaba la cruz … ¿La llevaste conmigo? …

¿La has llevado conmigo verdaderamente hasta el final?

No se sabe. San Marcos refiere solamente el nombre de los hijos del Cireneo y la tradición sostiene que pertenecían a la comunidad de cristianos allegada a San Pedro (cf. Rom 16,13) 

JP II. Signo de Contradicción, p. 242

Cruz

La cruz es revelación. Pero no revela algo, sino a Dios y a los hombres. Manifiesta cómo es Dios y cómo son los hombres. La filosofía griega preanuncia extraordinariamente esta idea: la imagen platónica del justo crucificado. En su obra sobre el estado se pregunta el gran filósofo Platón cómo podría obtenerse en este mundo un hombre completa y plenamente justo. Llega a la conclusión de que la justicia de un hombre sólo llega a la perfección cuando el mismo asume la apariencia de injusticia sobre sí mismo, ya que entonces muestra claramente que no sigue la opinión de los hombres, sino que se orienta a la justicia por amor a ella. Así, pues, según Platón, el verdadero justo de este mundo es el incomprendido y el perseguido. Platón no duda en escribir: «dirán, pues, que el justo en esas circunstancias será atormentado, flagelado, encadenado y que después de esto lo crucificarán …». Este texto, escrito 400 años antes de Cristo, impresiona profundamente a todo cristiano. La seriedad del pensamiento filosófico ha puesto de manifiesto que el justo en el pleno sentido de la palabra tiene que ser el crucificado. Se ha vislumbrado así algo de la revelación del hombre ofrecida en la cruz.

Ratzinger. Intr. al Crist., p. 254-255