La piedad es el tipo de relación que uno tiene con la divinidad.
Hay una piedad directa y otra a través de signos: personas santas, sacramentos, imágenes…
En ellas vemos símbolos de la divinidad.
No todas inspiran devoción (las imágenes de San José de un chino o «todo a cien»). De hecho, casi ninguna.
Pero cuando uno/a siente necesidad de acercarse a Dios por que una imagen le inspira devoción da otro valor a esa imagen.
Se convierte en un referente de lo divino: algo personal y que significa para mí algo más grande de lo que en realidad es.
Los que no entienden esto, seguramente disfrutarán con la siguiente anécdota…

Una fría noche de invierno, un asceta errante pidió asilo en un templo. El pobre hombre estaba tiritando bajo la nieve, y el sacerdote del templo, aunque era reacio a dejarle entrar, acabó accediendo:
    
“Está bien, puedes quedarte, pero sólo por esta noche. Esto es un templo. No un asilo. Por la mañana tendrás que marcharte”.
    
A altas horas de la noche, el sacerdote oyó un extraño crepitar. Acudió raudo al templo y vio una escena increíble: el forastero había encendido un fuego y estaba calentándose. Observó que faltaba un Buda de madera, y  preguntó: “¿Dónde está la estatua?”
    
El otro señaló al fuego con un gesto y dijo: “Pensé que iba a morirme de frío…”
    
El sacerdote gritó: “¿Estás loco? ¿Sabes lo que has hecho? Era una estatua de Buda. ¡Has quemado al Buda!”
    
El fuego iba extinguiéndose poco a poco. El asceta lo contempló fríamente y comenzó a removerlo con su bastón.
  
“¿Qué estás haciendo ahora?”, vociferó el sacerdote.
    
“Estoy buscando los huesos del Buda que, según tú, he quemado”.
    
Más tarde, el sacerdote le refirió el hecho a un maestro zen, el cual le dijo: “Seguramente eres un mal sacerdote, porque has dado más valor a un Buda muerto que a un hombre vivo”.

Cuento zen