El monasterio atravesaba tiempos difíciles: por culpa de una moda nue­va, que afirmaba que Dios no era más que una superstición, los jóvenes ya no querían ser novicios. 

Unos fueron a estudiar sociología, otros se dedicaron a leer tratados de materialismo histórico, pero -poco a poco- la pequeña comunidad que quedó se fue dando cuenta de que iba a ser necesario cerrar el convento.

Los antiguos monjes fueron muriendo. 

Cuando el último de ellos estaba a punto de entregar su alma al Señor, llamó a su lecho de muerte a uno de los po­cos novicios que quedaban:

-Tuve una revelación – dijo -. Este monasterio fue elegido para algo muy importante. 

Qué lástima -respondió el novicio. -Porque sólo quedan cinco jóvenes, y no podemos con todas las tareas, mucho menos si se trata de algo importante.

De veras es una pena. Porque aquí, en mi lecho de muerte, se apareció un ángel, y yo entendí que uno de ustedes cinco estaba destinado a volverse un santo.

Diciendo esto, expiró. 

Durante el entierro, los jóvenes se miraban entre ellos, espantados.

¿Quién era el elegido: aquel que más ayudaba a los habitantes de la aldea? ¿O el que acostumbraba rezar con especial devoción? ¿O el que predicaba con tal entu­siasmo que los otros quedaban al borde de las lágrimas? 

Compenetrados por la presencia de un santo entre ellos, los novicios re­solvieron posponer un poco el cierre del convento, y comenzaron a trabajar duro, a predicar con entusiasmo, a restaurar los muros caídos, a practicar la caridad y el amor. 

Cierto día, un muchacho apareció en la puerta del convento: estaba impre­sionado con el trabajo de los cinco jóvenes y quería ayudarlos. 

No pasó una se­mana, y otro muchacho hizo lo mismo. A los pocos días, el ejemplo de los novi­cios recorrió la región. 

Los ojos de ellos brillan -decía un hijo a su padre, pidiendo que lo dejara ir al monasterio. 

Ellos hacen las cosas con amor – le comentaba un padre a su hijo. -¿Ves cómo el monasterio está más bello que nunca? 

Diez años después, ya había más de ochenta novicios. 

Nunca se supo si el comentario del viejo monje fue verdadero o si había encontrado una fórmula para hacer que el entusiasmo le devolviese al monasterio su dignidad perdida.