Un cuento demasiado largo dedicado a Ignacio, que no se parece nada a Taquito y está a punto de hacer su Primera Comunión. 

Tómatelo con calma, que durará unos pocos días.

El día en que cumplió ocho años, nada más despertarse, Taquito miró por la ventana, vio que estaba lloviendo, se frotó los ojos con los puños y pensó: “ya estoy harto. De ahora en adelante me voy a portar mal». A continuación, como para que se enterara el resto del mundo, gritó con todas sus fuerzas:

—¡¡¡Voy a ser maloooooooo!!!

Su madre, que se llamaba Sara y estaba preparando el desayuno, se pegó un susto de muerte y entró corriendo en la habitación de su hijo.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Que he decidido a ser malo hasta que me haga viejo como el abuelo.

CONTINÚA…

Sara contestó que le parecía muy bien, pero que se levantase cuanto antes de la cama, porque se estaba haciendo tarde y tenía que ir a la escuela.

No sabía ella que el chico hablaba en serio. Era una decisión muy meditada y, por cierto, bastante difícil de llevar a cabo, ya que Taquito tenía poca práctica en hacer maldades. Como todos los niños de su edad, a veces se portaba bien y a veces regular, según le daba; pero por regla general solía ser cariñoso con sus padres y buen amigo de sus compañeros; rezaba cada noche antes de acostarse, y, aunque tenía mal genio, nadie podría decir que era malo. Malo, lo que se dice malo, era Elías, con el que nadie quería jugar, porque hacía trampas, se burlaba de todo el mundo, y pegaba a los más pequeños.

Precisamente había sido Elías la causa del enfado de Taquito.

Resulta que Taquito era bastante pequeño de estatura. No tanto como para llamar la atención, pero lo suficiente para crearle un complejo terrible, sobre todo desde que sus compañeros de clase le pusieron ese nombre precisamente por su tamaño.

—¡No me llamo Taquito, me llamo Zaqueo! —protestaba las primeras veces—.

Pero el mote tuvo éxito, y con él se quedó.

Desde entonces Elías la tomó con él y ya no le dejaba en paz.

Elías era un chico larguirucho, con cara de zanahoria, abusón y más bien presumido, que todo lo resolvía a base de bofetadas o de palabrotas. Taquito, más o menos, procuraba ignorarlo; pero la víspera de su cumpleaños, ya no pudo más.

—Oye, enano —le había dicho Elías—, me he comido tu merienda. Total, para lo que te cunde…

—¡Enano será tu padre!, contestó Taquito.

Y se armó la gorda.

En la ensalada de tortas, el más pequeño las recibió casi todas, y volvió a casa hecho una furia.

Aquella noche se fue a la cama sin cenar, y por la mañana, como ya os he dicho, decidió ser malo para vengarse de Elías y de todos los que hasta ese momento se habían burlado de él.

Durante los días siguientes, sus padres notaron que el chico había cambiado: estaba más serio, apenas jugaba con los amigos, decía mentiras de todas las clases y desobedecía por sistema. Joaquín —que así se llamaba su padre— llegó a sospechar que el niño estaba enfermo, pero Sara le tranquilizaba.

—Son cosas de la edad… Cuando pegue el estirón se le pasará.

Ésta era también la esperanza de Taquito: el famoso estirón del que todo el mundo hablaba. “Cuando dé el estirón, se decía, a lo mejor me decido a ser bueno otra vez”

—Mamá ¿cuánto me falta para el estirón?

—No tengas prisa, hijo —respondía Sara—: vendrá pronto: cuando cambies la voz.

—¿Y qué es cambiar la voz?

—Es hablar como los mayores… Mira, cuando tu voz se parezca a la de tu tío Samuel, darás el estirón —respondió solemnemente su madre—.

Taquito entonces empezó a hacer ejercicios de garganta para ser barítono, igual que su tío, que cantaba en las fiestas con un vozarrón hondo y poderoso como el rugido de un león.

Alguien le dijo que hiciera gargarismos con agua salada y zumo de ortiga; pero, por desgracia, el remedio no tuvo éxito: sólo consiguió una fuerte quemadura en la campanilla y un berrinche considerable.

A pesar de todo, el estirón llegó a su tiempo…, para los demás.

Tenía Taquito 14 años cuando empezó a comprobar que sus compañeros eran cada vez más altos. Elías parecía un gigante, pero un gigante bondadoso y sencillo, ya que, quizá por culpa del estirón, se había vuelto bueno, y no pegaba a los más chicos como antes.

Taquito también creció, pero muy poco. No sólo seguía siendo el más pequeño de la pandilla, sino que, además, las diferencias de estatura se hicieron tan enormes como sus propios complejos. Hasta las niñas eran más altas que él.

Se comprende que, a los quince años, su decisión de ser malo se convirtiese en firme e irrevocable. Todos pudieron comprobarlo.

…Y pasaron los años.

A Taquito ya nadie le llamaba Taquito, sino Don Zaqueo, que como os he dicho, era su verdadero nombre.

Zaqueo, a base de ser malo, se había ganado el odio de casi todo el mundo; pero también se hizo muy rico. Para colmo, era amigo del Gobernador, y le dieron un cargo importante en la ciudad, con el que siguió aumentar sus riquezas año tras año.

Se compró una casa enorme. Cincuenta esclavos necesitaba para mantenerla limpia y en orden. Allí todo era gigantesco: la cama, los salones, las butacas, las mesas… Los criados se preguntaban para qué querría un pequeñajo como Zaqueo habitaciones y muebles tan grandes; pero nadie se atrevía a hacer comentarios ya que le tenían miedo a su amo, pues seguía siendo el de siempre, es decir, un egoísta, mentiroso, tramposo, avaro y cruel.

¡Pobre Zaqueo!: aborrecido por medio mundo y temido por el otro medio, vivía solo, con la única compañía de un perro de lanas llamado Blas. Y, aunque muchos envidiaban sus riquezas, lo cierto es que, por las noches, cuando los esclavos se retiraban a la zona del servicio y él se levantaba de la cena, le entraban unas ganas tremendas de llorar y una especie de arrepentimiento por haber decidido ser malo tantos años antes.

Por las mañanas Zaqueo solía refugiarse durante media hora en su habitación secreta. Nadie sabía lo que escondía allí, al otro lado de una enorme puerta cerrada con siete llaves. Ni siquiera los criados tenían permiso para entrar; pero si lo hubiesen hecho, se habrían llevado una gran desilusión: en aquel cuarto oscuro y sin ventanas sólo había un pequeño sillón y, enfrente un inmenso espejo de esos que hay en las ferias de los pueblos, donde uno puede ver su propia figura deformada de mil formas grotescas.

Zaqueo lo había comprado a unos comerciantes de Arabia quienes le aseguraron que se trataba de un espejo mágico. Y, aunque de mágico no tenía nada, a él se lo parecía, porque allí se veía alto, esbelto y lleno de majestad, como a él le habría gustado ser.

Zaqueo estaba convencido de que el espejo reflejaba su auténtica grandeza, la que nadie podía ver. Por eso, cuando salía de la habitación, su aspecto parecía distinto, sonriente, altivo, y caminaba estirado y orgulloso como una avestruz.

Una mañana, después de desayunar, se dirigió a su habitación secreta, abrió los siete cerrojos y vio con asombro que las lámparas de aceite estaban encendidas y que una niña de diez o doce años limpiaba el espejo con una bayeta mientras canturreaba por lo bajo.

—¿Se puede saber lo que haces?, vociferó Zaqueo.

—Ya ves —respondió la niña sin alterarse—; estoy limpiando el espejo. Por cierto lo tenías bastante guarro.

—¿Cómo te atreves…? —comenzó a decir Zaqueo; pero se interrumpió al ver que la niña continuaba frotando y cantando como si tal cosa—. ¡Oye, rica, que hablo contigo!

—Ya lo supongo… ¿Qué te parece cómo queda? Ahora, cuando vuelvas a mirarte en el espejo, además de verte alto, guapo y apuesto, te verás limpio.

Zaqueo, rojo de ira, pero también de vergüenza al verse descubierto, sólo se atrevió a decir:

—¿Cómo has entrado?

—¿Dónde?

—¿Dónde va a ser?: ¡en mi habitación secreta!

—Ah, por el espejo, creo. No me acuerdo muy bien. ¿Y tú?

—¡Yo he entrado por la puerta! —gritó Zaqueo— Yo no hago numeritos de magia. ¿Se puede saber quién eres?

—¡Vale, vale! —contestó la niña—. Te lo diré; pero no te pongas así. Es que, como eres tan pequeño, pensé que a lo mejor te habías colado por alguna rendija.

Zaqueo ya no sabía de qué color ponerse, pero la chica continuó impasible:

—Me llamo Ana, y no he entrado por el espejo. Era una broma. Tampoco hago magia. Soy una de tus esclavas y me dedico a la limpieza. No me extraña que no me conozcas. Compras a tus esclavos por lotes, y así no hay forma de entablar contigo una relación normal. El caso es que, como nadie me daba trabajo (menudo follón que tienes en el servicio: allí no manda nadie), pues me he organizado por mi cuenta. He encontrado un manojo de llaves, y ya ves, he logrado abrir tu famosa puerta. Ahora, si te parece mal, lo dejo, que no es que una trabaje por gusto.

—No. No me parece mal —respondió Zaqueo ya más tranquilo—. Pero no vuelvas a entrar aquí nunca más. ¿De acuerdo?

Ana se sentó delante del espejo y dijo:

—No, no estoy de acuerdo. Ahora que conozco tu secreto, ¿qué más te da que venga o deje de venir? ¿No te gustaría que te haga compañía por las tardes, cuando te pones a hablar solo como un tonto o te miras al espejo como una vieja enana y presumida?

Seguro que pensáis que Zaqueo se enfadó muchísimo con semejantes impertinencias. Pues no. Se conoce que, como nadie se había atrevido antes a hablarle así, le hizo gracia y le dio un ataque de risa. El caso es que a partir de ese día se encariñó con Ana y empezó a tratarla como si fuera su propia hija.

Al principio no sabía comportarse con la niña.  Como no había tenido hijos ni amigos ni nada, se encontraba desconcertado, y se limitaba a escucharla con gesto ceñudo. Pero Ana resultó ser una charlatana imparable, y todas las tardes le contaba montones de historias.

Así, poco a poco, Zaqueo empezó a cambiar. No es que se hiciera bueno de golpe, pero los criados se dieron cuenta de que ya no se enfurecía con ellos por cualquier tontería, les daba vacaciones uno o dos días a la semana e incluso les hacía algún regalo en sus cumpleaños. Algunos llegaron a afirmar que le habían visto sonreír.

—Dicen que ahora hasta silba por los pasillos —comentaba el jardinero—.

—Algo grande está pasando —le contestó el mayordomo—.

Sin embargo, en las conversaciones de Ana con su amo, había un tema prohibido: la estatura de las gentes en general y la de Zaqueo en particular. Así, cuando la niña le contaba cosas de su familia o de sus amigos, no podía describir a las personas diciendo, por ejemplo, mi primo Luis es un chico más bien alto… Si se le escapaba una frase parecida, Zaqueo se ponía de pie y daba por terminada la charla.

Una tarde, sin embargo, la pequeña Ana ―que, por cierto, era aún más chica que su dueño― decidió afrontar el problema sin miedo.

—Oye —le dijo—, ¿se puede saber por qué te preocupa tanto ser medio enano?

—¡Yo no soy enano! —gritó Zaqueo—. Y si vuelves a llamarme así, te venderé en la próxima subasta.

—No he dicho que seas enano, sino que tú estás convencido de que lo eres. Por eso te gusta tanto gritar, dar órdenes, engañar a los demás y poner cara de ogro. Ya que no eres capaz de asustar a nadie con tu aspecto, necesitas meter miedo a base de hacer el tonto. Te encantaría ser bueno, pero como has perdido la costumbre de portarte bien, estás triste y confuso. Vas a necesitar un milagro, Taquito.

Zaqueo se quedó tan impresionado con el discurso de la niña que, por una vez, no respondió. Sólo dijo en voz muy baja:

―¿Quién eres tú? ¿Y por qué sabes lo que pienso?

Ana no respondió. Levantó la mano derecha como diciendo adiós, hizo una reverencia, fue hacia el espejo y se metió dentro como por arte de magia.  Una vez dentro dijo sólo cuatro palabras:

―Mañana lo sabrás. Mañana.

Y desapareció.

Aquella noche, por primera vez en muchos años, Taquito durmió de un tirón y al despertar, se encontró tan contento y descansado como si hubiese estado en la cama mes y medio.

―Qué sueños más raros he tenido últimamente, pensó. Me parece que el espejo mágico me ha gastado una broma.

Después de desayunar, con cierto temor, llamó al jefe de los esclavos:

―Dile a Ana que venga inmediatamente.

―¿Ana, señor? No tenemos a nadie con ese nombre… Si quiere, le envío a Lucía, que…

Zaqueo negó con la cabeza en silencio y decidió retirarse a su habitación secreta, a pesar de que, sin la presencia de la niña, no era lo mismo y empezaba a estar harto del espejito.

Estaba a punto de abrir la puerta de los siete cerrojos, cuando oyó el griterío de la gente.

―¡El Mesías! ¡Ha llegado Jesús, el Hijo de David!

Todos los habitantes de la ciudad habían salido a la calle, y Zaqueo, que algo había oído decir de Jesús de Nazaret, no quiso ser menos. Echó a correr por los pasillos y se encontró rodeado de sus propios esclavos, que corrían en la misma dirección sin cederle el paso.

Ya en la calle por poco le da un ataque: las gentes formaban una muralla que le impedía ver al Señor. Zaqueo entonces trató de hacer lo de siempre. Dando un empujón al que tenía más cerca, le gritó:

―¡Eh, tú, quítate de ahí o digo a mis criados que te echen a latigazos!

Pero el tipo aquel pareció no enterarse.

Entonces Taquito vio a Ana. Estaba allí mismo, a pocos metros, y le hacía señas para que le siguiese. Taquito fue corriendo tras ella y, como los dos eran tan pequeños, se colaron entre las piernas de la gente hasta llegar a una especie de plazoleta presidida por un árbol muy alto. Era una higuera.

―Ahí tienes la solución ―le dijo entonces Ana―; te subes a la higuera y verás a Jesús la mar de bien. Como pesas poco, seguro que eres capaz de subir hasta arriba.

Taquito se enfadó:

―¡Estás loca! Se reirían todos de mí. Soy un personaje importante en esta ciudad. ¿Te imaginas que el alcalde se tuviera que subir a una farola para ver lo que pasa en su pueblo?

―¡Anda, Taquito, no te des tanta importancia! Demuestra que, por una vez, eres capaz de ser el más alto.

Entonces Taquito se quitó la túnica nueva que se había puesto para la ocasión y trepó por el tronco de la higuera como una ardilla.

―¡Qué gozada! No sabía que esto era tan fácil.

Ya en lo alto llamó a Ana para que le acompañara, pero la misteriosa esclava acababa de desaparecer por segunda vez.

De pronto, alguien gritó a sus pies:

―¡Fijaos, Zaqueo se ha subido a un árbol!

Las gentes empezaron a reír y a tomarle el pelo: que si parecía un gorrión de los que picotean los higos; que si lo iba a llevar el viento…; pero a Taquito lo único que le importaba ya era localizar a Jesús, que se aproximaba a lo lejos rodeado por sus apóstoles y un montón de amigos.

De pronto, el Señor se detuvo, levantó la cabeza, miró hacia lo más alto del árbol y gritó:

―Zaqueo, baja enseguida, que hoy me alojaré en tu casa.

Por poco se cae del susto el pobre Taquito.

―¿En mi casa? ―preguntó al fin temblando―.

―¿Es que no me invitas? ―dijo Jesús―.

―¡Claro, Señor!, pero yo no soy digno de que entres en mi casa…

―Eso ya lo veremos. Tú ve a prepararlo todo…

  *        *       *

Aquella tarde Jesús entró en la gran mansión de Zaqueo. Cuando se abrieron las puertas, un par de esclavos se echaron a sus pies para lavárselos con agua caliente y calzarlo con unas zapatillas de terciopelo azul. Zaqueo, vestido de gala, le dio el abrazo de bienvenida y ungió al Señor en la frente como mandaban las normas de la buena educación. Un coro de esclavos africanos entonó el canto de bienvenida, y terminada la ceremonia inicial, los criados distribuyeron a los apóstoles por las habitaciones que ya tenían dispuestas para pasar la noche.

―¿Y tu estancia secreta? ―preguntó Jesús a Taquito con una sonrisa de guasa―.

Zaqueo abrió la puerta de los siete cerrojos, entró con Jesús y se quedaron a solas un buen rato. No me preguntéis lo que ocurrió allí, porque no conozco esa parte de la historia. Lo único que se sabe es que al día siguiente Taquito regaló el espejo a unos payasos de la ciudad para que hicieran reír a los niños en las fiestas.

Aquella noche, al terminar la cena, Taquito parecía feliz, pero un poco avergonzado. Al fin se puso en pie sobre un taburete y dijo:

―Hace muchos años yo decidí ser malo y lo cumplí hasta hoy. He sido un egoísta, gruñón, mentiroso y avaricioso. Por eso estaba tan triste. No se puede ser malo y feliz al mismo tiempo. Pero se acabó. A partir de este momento doy la mitad de mis bienes a los pobres y a todos los que he engañado les compensaré pagándoles cuatro veces más.

―Oye, Taquito ―intervino Ana, que estaba sentada a su lado―, ¿y dónde vivirás? Tendrás que abandonar esta casa.

―Cerca de aquí, junto al río, tengo una casita pequeña. No necesito nada más. Allí recibiré a Jesús sin avergonzarme cada vez que venga a Jericó. A ti en cambio no podré mantenerte como esclava…

―¡Mira que eres torpe, Taquito! ¡Tantos años viviendo contigo y aún no me conoces!: soy tu Ángel de la guarda. Así que no podrás prescindir de mí. De ahora en adelante, cuando te mires al espejo por la mañana, piensa que yo estoy al otro lado del cristal sacándote la lengua para que no seas tan presumido.

Zaqueo miró a la niña, pero sólo vio un polvo plateado que se disolvía en el aire con un sonido muy dulce de campanillas de plata.

Extraído de aquí.