… Las normas de la antropología también valen para los musulmanes, pero en su monólogo patológico siguen imperturbables, limitándose a volcar sobre nosotros la acusación de racismo…

SI un árabe le cuenta que «islam» significa «paz» en su lengua, pálpese bien la cartera porque, con seguridad absoluta, está tratando de darle el timo. Islam (sumisión) y salam (paz) derivan de la misma raíz verbal, pero eso es todo, como comprender y reprender en español, que obviamente tienen sentidos bien distintos. El islam, la sumisión, aparte de unos pocos dogmas muy elementales -base de su fácil comprensión y difusión- se fundamenta en el sometimiento a unos comportamientos cotidianos externos y en un sentimiento de pertenencia grupal, pero tal adscripción ciega a la comunidad entraña un aplastamiento feroz del individuo y de su capacidad de raciocinio. La prohibición -incluso sangrienta si es necesario- de abandonar el grupo se aplica de modo tajante a las mujeres impidiéndoles el matrimonio con hombres de otras confesiones y a todos los fieles en general por la persecución cruenta de la disidencia.

Sin duda, la crisis de las caricaturas ha sido engordada y aprovechada por Siria e Irán para protegerse ante eventuales sanciones internacionales, y la Conferencia Islámica, en su reunión de diciembre en La Meca, decidió lanzar una prueba de fuerza contra los países occidentales para calibrar la capacidad de resistencia y la rotundidad de nuestras respuestas, pero ya en 2001 Ibn Láden, la vía terrorista, se equivocó y pinchó en hueso al pretender quemar etapas atacando a Estados Unidos; mas en 2006, se ha comprobado, por la vía moderada, la cobardía y división de intereses de los europeos. En ambos casos el eje conductor de la acción es el victimismo: el viejo, paranoico y muy cómodo recurso a la conspiración (americana, sionista, imperialista, colonialista) se ha transmutado en una sola palabra clave : islamofobia. Airados barbudos nada tranquilizadores se manifiestan en Karachi o en Londres amenazándonos con gritos, carteles, broncas; mujeres de cara cubierta portan pancartas donde se asegura que el islam es la solución; niñas impúberes pero ya enyesadas en la pañoleta corean Allahu Akbar (Dios es grande), que, recordamos, es un grito de guerra tanto como una seña de identidad colectiva. Todos ellos, a voces, nos acusan de islamofobia, de intolerancia y racismo por no aplaudir nuestro degüello. Al tiempo, cumplen algunos de los objetivos cruciales de la sociedad musulmana: la ocupación del espacio público, con exclusión inmediata de todos los demás y la exigencia de trato de favor en esta o aquella faceta de la vida diaria. Ejemplo reciente de lo primero es la petición de los musulmanes a Rodríguez para el uso conjunto de la catedral de Córdoba, que fue mezquita hasta mediados del siglo XIII, después de haber sido iglesia de San Vicente hasta fines del VIII, cuando Abderrahmán I se la expropió a los cristianos, y tras haber albergado con anterioridad un templo romano, un ara ibérica y lo que usted quiera y guste. Confundiendo lo público con lo privado (el islam es din wa-dawla, religión y estado) y habituados a que el tirano de turno en sus países adopte cualquier medida arbitraria, creen que Rodríguez puede decidir tal cosa. O no lo creen, pero ese movimiento sirve para ir ganando terrenos que luego la pusilanimidad escapista de nuestra gente o la fuerza de los hechos imposibiliten recuperar. Tal vez están tirando demasiado de la cuerda, o demasiado pronto. La Historia de la Humanidad demuestra que los grandes choques entre comunidades humanas se producen siempre que una de ellas está persuadida de salir victoriosa en el enfrentamiento, por sentirse lo bastante fuerte. No es un buen camino, ni siquiera para su triunfo.

En cuanto al trato diferenciado que buscan, sin recatar la pretensión, nos reubica a todos en la Edad Media: legislaciones especiales, fueros, franquicias (o no), obligaciones y derechos distintos en función de la confesión religiosa. Que autotitulados progresistas se apunten a la idea sólo prueba su nula decisión de enfrentarse a problema ninguno, o el grado de incultura de gran parte de nuestra sociedad. Es saltarse la igualdad de todos los seres humanos ante la ley y ante el estado y anteponer su fe religiosa a un hecho previo e irrenunciable: la misma condición humana. Hace tiempo que la antropología definió bien el escenario: toda comunidad endogámica genera de forma automática en el entorno mayoritario lo que Marvin Harris denomina «racismo folclórico», es decir, un rechazo y aislamiento que la induce a cerrarse más todavía y a provocar una ojeriza mayor, un círculo infernal que suele terminar de muy mala manera. Las normas de la antropología también valen para los musulmanes, pero en su monólogo patológico siguen imperturbables, limitándose a volcar sobre nosotros la acusación de racismo o, ahora, de islamofobia. ¿Qué están dispuestos a hacer para integrarse en nuestros países o para normalizar y distender las relaciones internacionales? La respuesta, desoladora, es: nada, reforzar los guetos y pedir dinero a los estados correspondientes. Piensan -el drama es que posiblemente lo piensan- que con invitarnos a tomar un té o a visitar una mezquita ya cumplen con su parte en la convivencia o, incluso, que nos tienen ganados con el gesto. Mientras, menudean los casos que consolidan a la autodefinida umma dúna an-nás (una comunidad al margen de los demás seres humanos): ya no se trata sólo de la total falta de reciprocidad en los países islámicos para con las minorías cristianas , el paso siguiente es exigir que Dinamarca cambie su legislación y les entregue a los dibujantes, que Rodríguez imponga una ley de censura a fin de apisonar cualquier crítica al islam (ojo, que éste es el presidente del «lo que sea»), que se autorice a las musulmanas a aparecer con velo en las fotografías de pasaporte y DNI -o sea, que las fotos no cumplan su función identificatoria- , que se permita la poligamia, etc.

Todos los modelos conocidos para la integración de los musulmanes han fracasado: el sistema inglés de inhibirse y dejarles constituir guetos y en ellos fortificarse al margen de la sociedad murió en el Metro de Londres; los franceses, que son tan listos, a base de dinero para los Consejos Islámicos y de su fe en la escuela laica republicana enmudecieron ante lo sucedido en los suburbios de París; la fórmula preferida de los españoles desde hace siglos ante cualquier conflicto, no hacer nada de nada, tampoco está dando resultado alguno, y no me cuenten que los mediadores culturales se embolsan un sueldecito o que el Ayuntamiento de Alcobendas organiza cursillos de cocina magrebí, porque ya lo sé. El balance es que en Lille, la alcaldesa, mujer y de izquierdas, impuso horarios diferentes para mujeres musulmanas en las piscinas municipales, que en Limoges un funcionario de la alcaldía no pudo casar a una pareja de moros porque el novio y su familia se oponían a que la novia se descubriera el rostro para ser identificada (por suerte, sucedió en Francia, porque, reconozcámoslo, aquí habría colado), que los santones del islamismo que se dice moderado (Mohamed Arkoun, Mohamed Talbi, Táreq Ramadán) persisten a piñón fijo en la cobertura victimista del asalto. Pronto llegará la exigencia de prohibir la venta y consumo de alcohol en este o aquel barrio: que se preparen los del botellón. Por doquier oigo la acusación de islamofobia, pero miro a mi alrededor y veo premios literarios, de traducción, de ensayo, premios Príncipe de Asturias a personajes y obras más que discutibles galardonadas por estar relacionadas en uno u otro grado con el islam; observo la omnipresencia de las campañas de la TVE socialista de apoyo y propaganda islámica en debates, documentales, etc. (lo de Canal Sur merece mención aparte, aunque la 2 intenta emularla); compruebo, sobre todo en Andalucía, la permanencia de entes que pagamos todos cuyo objeto es proporcionar una coartada culturalista a la penetración (Fundación Tres Culturas, Fundación Barenboim, Legado Andalusí); y, en especial, no recuerdo la más mínima reacción antiislámica a raíz del 11 de marzo, con sorpresa, en primer término, de los mismos musulmanes. No sé de qué hablan al decir islamofobia, como cuando aseguran que islam significapaz.

SERAFÍN FANJUL
Catedrático de la UAM