Ignacio de Loyola, nacido en 1491, a caballo de dos siglos plenos y conflictivos, en plena hegemonía española y entre la reforma protestante y más tarde la reforma católica en Trento. Herido en 1521 en la defensa de Pamplona, tuvo que guardar cama después de varias intervenciones, para curar de sus heridas físicas, porque para matar el tiempo pidió novelas, y como no las había, le dieron vidas de santos y una vida de Cristo. Quedó impresionado por las acciones de Santo Domingo (El Peregrino, 7) y San Francisco de Asís (El
Peregrino, 28), por su predicación y por su pobreza radical. Fue encontrando la paz interior, y abandonando sus ideales caballerescos, decidió peregrinar a Tierra Santa. Peregrinó al santuario de Aranzazu (El Peregrino, 13), y después hacia el santuario de Montserrat (El Peregrino, 13 y ss), vestido con la sencillez y austeridad de un verdadero peregrino. Realizó una confesión escrita de tres días (El Peregrino, 22). El 24 de Mayo de 1522 el Señor le dio el último toque y pasó toda la noche orando ante la Madre del Cielo (El Peregrino, 18). Bajó a la ciudad de Manresa, cerca del santuario de Montserrat y allí tuvo la experiencia espiritual definitiva, durante 11 meses. Oraba a solas y en comunidad, en la misa (El Peregrino, 19), hacía penitencia y cayó en una profunda crisis que casi le costó la vida (El Peregrino, 21 y 24). Pero el Señor no abandona a los que Él ama y le buscan con sincero corazón. Así lo explica en «El Peregrino», relato biográfico de su conversión (n.25 y 28), y allí, en Manresa, se inspiró y escribió sus «Ejercicios». El resultado será una experiencia maravillosa y personal de Dios, que le preparó para poder guiar a los demás. En «El Peregrino», la autobiografía de San Ignacio de Loyola, se explica la aventura interior de Ignacio, la acción de Dios en su vida, la fascinación que ejerce ese Dios en Ignacio. Es una obra de gran sobriedad en la que San Ignacio explica «el modo como Dios le había dirigido desde el principio de su conversión». El título es sugerente, «El Peregrino», porque ese fue el caminar de San Ignacio por la vida terrena.
Es una experiencia de soledad , de aislamiento, solo ante Dios, en una búsqueda de la perfección personal, pero sin exageraciones, sin caer en su propia autocomplacencia, manteniendo la libertad necesaria para poder fiarse plenamente de Dios (El Peregrino, 35). (El Peregrino, autobiografía de San Ignacio de Loyola. Introducción, notas y comentario por Josep Mª Rambla Blanch, S.J. Mensajero- Sal Terrae, 3ª edición, Santander, 1998).