Francés, nacido en 1915, con un padre diputado de la III República, miembro destacado del Partido Comunista, ateo convencido hasta que a los 20 años, todo ese mundo saltó por los aires. Fue en una capilla del Barrio Latino, tal como lo cuenta en «Dios existe, yo me lo encontré», Rialp, 1979. Dice:»un cardo que inopinadamente florece en rosas», y cuando se lo comunica a su padre, éste le llevó al psiquiatra pensando que había perdido el juicio. Fue un golpe tremendo dentro de una familia anticlerical que Frossard describe con todo detalle. Todo estaba en contra porque el ambiente y la educación recibida, ni siquera permitían plantearse un cambio en esa dirección. Algo impensable. Dios llama a las personas de espíritu inquieto, actúa en el momento y lugar menos pensado, siempre para responder a un afán de búsqueda del converso, siempre respetando su libertad. Pero recreando las sanas dudas y la lucha interior, porque la fe que es un don de Dios, hay que ganársela cada día con esfuerzo, una vez recibido ese don. A Frossard le costó escribir su conversión, pero necesitaba dar ese testimonio a los demás. «Dios existe, yo me lo encontré». Un título, una afirmación sorprendente, precisa. Se lo encontró fortuitamente, paseando tranquilamente por una calle de París. Fue un terremoto al que nunca se acostumbró, porque era acostumbrarse a la existencia de Dios. «había entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra».
¿Qué había pasado? Porque nunca se había planteado ni remotamente la existencia de Dios, no le preocupaba en absoluto, pero entró ateo y de extrema izquierda, según su propia confesión, y salió «católico, apostólico y romano, arrollado por la ola de una alegría desbordante». En su obra no cuenta cómo llegó al catolicismo sino cómo no iba a ninguna parte, cómo no había ninguna reflexión previa, ninguna carga intelectual, simplemente se encontró allí, y allí estaba Dios esperándole. Así de simple. Genial, porque la imprevisión, el factor sorpresa son determinantes en la llamada de Dios. No existe programación ni análisis previo en André Frossard, fue algo repentino. Algo que está en el centro, dice Frossard, en el comienzo de su vida, «puesto que ésta, por la gracia del bautismo, debía revestir la forma de un nuevo nacimiento». Fue un instante que «cambió mi manera de ser, de ver y de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó».
Fueron tres o cuatro minutos en aquella capilla los que provocaron «un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que arrinconan al nuestro entre las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, Él es la verdad». Y seguía diciendo: «hay orden en el universo, y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios». Para ahorrar suspicacias, Frossard repetirá varias veces que entró por casualidad, que su anticlericalismo estaba arraigado y que allí estaba Él, Dios. Por eso, en muchos de sus escritos, iba convirtiendo en oración estas reflexones repetidas, ahora ya, verdaderos actos de fe.