y Toros…

Los toros, esos «reprimidos» animales, son objeto de pena, conmiseración y objetivo político. Sabemos que la raza del toro de lidia, al ser tan cara y tan especial, fruto de mezclas y de experiencia ganadera, jamás hubiera existido sin las corridas de toros. Es más: si nos cargamos las corridas de toros firmamos la partida de defunción de la raza del toro de lidia. Si observamos bien, aquellos que se oponen a degüello a los toros son los intransigentes «españoles» de toda la vida, incapaces de razonar sin insultar, obcecados en opiniones y deseando eliminar al enemigo (esto es a cualquiera que se oponga a sus opiniones).
Por otra parte, el mandato del Creador, de someter a los animales, no pasa por la crueldad de hacerlos morir a placer, o de hacerlos sufrir, como ocurre en muchos pueblos del orbe, con los toros en las calles, que son espoleados con clavos para enfurecerlos…


Los Toreros
Eran los años setenta, en el distrito de La Banda, provincia de Sicuani Departamento del Cuzco. Nosotros en condición de “deportados” por motivos familiares vivíamos entre la casa familiar y la hacienda del suegro de mi padre, donde pasamos los días y horas más interminables de nuestra infancia, en medio de la tristeza que nos agobiaba por el problema de nuestros padres…
Continúa la anécdota con una bella descripción costumbrista…



Don Domingo un hombre rudo pero con un corazón muy grande, a quien de cariño lo llamábamos «El abuelito», por su comprensión y cariño hacia nosotros, quien le daba a nuestra vida lo que nos hacia falta “amor”.

La casa hacienda era muy grande, construida de adobe, tejas y paja , tenia un pequeño establo y un bosque de árboles de eucaliptos donde Don Domingo criaba sus animales, entre ellos toros, vacas y ovejas.

Muy al fondo se veían las grandes extensiones de sembrados de patatas y maíz que junto al riachuelo de agua cristalina que pasaba al borde de la casa del abuelo, eso le daba el toque perfecto a la casa – hacienda que era de ensueño.

La casa de campo colindaba con un Cementerio y una Iglesia que funcionaba solo en fiestas y al lado de la iglesia había reservada una extensión cercada con muros de adobe y paja con dos entradas que servia para las ferias dominicales que los campesinos de la zona utilizaban para realizar los trueques o cambios de productos de pan llevar o las famosas corridas de toros que los campesinos organizaban en sus Fiestas Patronales.

Estas corridas eran tan vistosas, que el campesino se lanzaba al ruedo con su poncho de color rojo y con un litro de aguardiente o ron de caña en el cuerpo y terminaban en el suelo dormidos ó muchas veces mal heridos por una cornada del animal, pero la fiesta era interminable e inolvidable al ritmo de bandas de música, tambores, quenas, antaras, violines, mandolinas y guitarras que perduran en mi memoria, la fiesta duraba casi una semana.

Después de todo venia el silencio, la calma se apoderaba nuevamente del lugar, el tiempo transcurría lentamente, a no ser que esporádicamente fallezca un morador de la zona y se realice un entierro, donde volvían a escucharse cánticos y llantos de mujeres en idioma quechua que despedían al familiar muerto, después de eso nada de nada.


Nosotros nos levantábamos muy temprano, a ordeñar a las vacas y ayudar al abuelito en los quehaceres de la chacra, a veces de traviesos cogiamos la ubre de la vaca y succionábamos directamente la leche que era muy deliciosa…Que no hacíamos esos días de nuestra infancia…

Para variar lo anecdótico de todo esto es que el abuelito en la hacienda, tenía un torete negro que recién crecía, más o menos de 1 año de vida y nosotros como habíamos presenciado de manera casual un par de corridas de toros en la Feria de Pampacucho – Sicuani, donde llegaban toreros Españoles entre otros, nos había crecido la afición por las corridas de toros y decidimos una tarde de tantas, sin que se de cuenta el abuelito. Llevar al animal, al lugar donde se realizaban las ferias, cerrábamos las salidas y nos alistábamos a torear al torete del abuelo, para eso alistábamos un poncho rojo para sustituir a la capa, sacábamos unas espinas gruesas de diez centímetros que crecían en los cactus de la zona, lo amarrábamos junto a un palo de un metro, y teníamos las banderillas listas para nuestra tarde. Y comenzaba la faena, mi hermano salía a torear al toro y yo le acompañaba para poner las banderillas, imitábamos todo lo visto en una corrida oficial.

Que emoción indescriptible la de ese momento, era una mezcla de sensaciones, el miedo y la ilusión de jugar a ser torero. Tendrían que habernos visto ese momento, retando al toro y mirando como el animal se alistaba todo un pura sangre a entrar a la capa, rascando el suelo para atrás con sus patas, mirándonos fijamente y nosotros niños respondiendo al frente suyo con un «ole y ole» , coronando nuestra tarde, entre aplausos imaginarios, mirando alrededor, alucinando al público con nosotros, como a los grandes toreros y así llegaba lo mejor del momento la supuesta muerte del toro. Era enfrentar al animal a solas, sin ayuda de mi hermano. Mi hermano se subía al muro y comenzaba a tocar fingiendo cual corneta, una copla española de esas que anuncian el momento cumbre de la tarde, pasado el momento y el susto, era el turno de mi hermano y entraba al ruedo y yo hacia lo mismo en el muro, y al final regresábamos cansados y exhaustos, de esa tarde de gloria, junto al animal.

Adorabamos al torete , le dabamos de beber y comer en abundancia, en las tardes siguientes, repetir nuevamente otra jornada de sol y gloria.

Mi hermano con diez años y yo con once años, eramos la dupla ideal de esas tardes inolvidables de toros que nunca volverán, pero perdurarán en mi memoria, en la extrañada hacienda del abuelo Domingo.

ERICK RICARDO BRUNA ZUÑIGA (erbruzu2007)