Eran marido y mujer.

Y se acercaron al confesionario por «pura casualidad». Les recuerdo la historia.

Corría la segunda quincena de agosto y hacían turismo por Portugal. Aquel día, «por casualidad», llegaron al Santuario de Fátima.

Visitaron y contemplaron la pequeña capilla de la Virgen, la Iglesia-Basílica, la explanada del santuario, cargada siempre de peregrinos… «Por casualidad», siempre según sus propias palabras, acertaron a entrar en la Capilla llamada de la Reconciliación –Capilla de las Confesiones-.

Serían alrededor de las cinco de la tarde. Un solo fuerte y blanquecino caía sobre el cemento de Fátima. Se sentaron un rato a descansar en un banco de la Capilla. La luz del confesionario español estaba encendida. La miraron.

Algo extraño les debió cruzar la cabeza y el corazón. «Ahí debe de haber un sacerdote… ¡Hace tanto tiempo que no hemos hablando con un sacerdote! Está para confesar… Nosotros llevamos tantos años sin ir a un confesionario…»

Comentaron y siguieron descansando. «Pues a mí», dijo la mujer, – sevillana ella, para más señas-, no me importaría volver a hablar un rato con un sacerdote». Callaron de nuevo. Después de unos instantes, y sin mediar más palabras, la mujer se acercó al confesionario. Se presentó con toda sencillez. «Mire, no vengo a confesar.

Simplemente me apetecía hablar con un sacerdote sobre mi vida. Estamos aquí, mi marido y yo, por pura casualidad…» Así empezó el diálogo. Al final, la mujer terminó confesándose, y lo hizo con lágrimas en los ojos por tanta emoción en su alma y con un grito que se le ahogó en el pecho: «hoy empiezo a vivir de nuevo». Para colmo de maravillas, a los dos o tres minutos se presentó el marido y la historia se repitió casi en los mismos términos.

También él iba solamente a hablar un rato con el sacerdote y terminó recibiendo la gracia de la conversión y el Sacramento. «Tengo mucho en la vida…», dijo para terminar, «pero me faltaba lo más importante: la alegría que hoy llevo en el corazón». ¡Cuánto gozo y vida acarrea el Sacramento de la Penitencia!

En verdad, es el Sacramento de la alegría más profunda y del gozo más limpio. ¡Cuántas «losas» se rompen en el instante mismo de la absolución del ministro: «yo te absuelvo de tus pecados…»!. Lo que nosotros solemos llamar casualidad o azar son, en realidad, circunstancias y medios queridos y puestos por Dios para llevar a los hombres a su encuentro. No hay casualidad: hay providencia.

P. Moreno Magro, Sembrar «Evangelio» (Paulinas; Madrid 1996), p. 115- 117)