Era un obispo norteamericano muy conocido e influyente por su labor y predicación. Un día, alguno de sus amigos le hizo saber que los protestantes le miraban con recelo, achacándole demasiado entusiasmo en su culto a la Virgen María. Y él respondió:

-Ya quisiera yo que, al final de mi vida, cuando comparezca ante Dios , no tenga otra cosa que reprocharme más que ésa: el haber amado “demasiado” a su Madre.

Me sentiría muy tranquilo y enormemente feliz. ¡Qué felicidad y tranquilidad supondría ese reproche!. ¡Ojalá el Señor no encontrase otra cosa que reprocharme a mí!. Podría decirle con alegría: Jesús he intentado parecerme a Ti.

No hay peligro en pasarse en amor a la Virgen. Como solía decir San Josemaría Escrivá: nadie ama tanto a la Madre de Dios como el mismo Dios.