Todos tenemos experiencia, después de haber dejado correr la vida, de que no todos llegan a viejos. Las lápidas blancas de los cementerios y el número de compañeros de colegio que nos «han precedido» son dos argumentos que apoyan esto.

Escucho una canción de Serrat:

Llegar a viejo, aquella que dice:
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Si se llevasen el miedo, y nos dejasen lo bailado para enfrentar el presente, si se llegase entrenado y con ánimo suficiente, y después de darlo todo –en justa correspondencia–, todo estuviese pagado y el carné de jubilado abriese todas las puertas, quizá llegar a viejo sería más llevadero, más confortable, más duradero…
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Si el ayer no se olvidase tan aprisa, si tuviesen más cuidado en donde pisan…
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Si se viviese entre amigos que al menos de vez en cuando pasasen una pelota, si el cansancio y la derrota no supiesen tan amargo…
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Si fuesen poniendo luces en el camino a medida que el corazón se acobarda y los ángeles de la guarda diesen señales de vida, quizá llegar a viejo sería más razonable, más apacible, más transitable…
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¡Ay, si la veteranía fuese un grado! Si no se llegase huérfano a ese trago…
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Si tuviese más ventajas y menos inconvenientes… si el alma se apasionase, el cuerpo se alborotase, y las piernas respondiesen…
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Y del pedazo de cielo reservado para cuando toca entregar el equipo, repartiesen anticipos a los más necesitados, quizá llegar a viejo sería todo un progreso, un buen remate, un final con beso. En lugar de arrinconarlos en la historia, convertidos en fantasmas con memoria.
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Si no estuviese tan oscuro a la vuelta de la esquina. O simplemente si todos entendiésemos que todos llevamos un viejo encima…
Como diría mi amigo Don Aurelio, mientras atusaba el sillón, ¡NOS HACEMOS MAYORES!