Desde el Concilio Vaticano II, la santidad ha vuelto a ser en la vida de la Iglesia, la médula, que siempre lo ha sido. San Juan Pablo II la tuvo como tema central de su pontificado. Fue sin em­bargo su sucesor, Benedicto XVI, al separar las beatificaciones de las canonizaciones, estable­ciendo que las primeras se celebren en las diócesis donde mueren los Siervos de Dios, el pontífice que más ha acercado la santidad a la vida de los cristianos. Y ha sido el cardenal Angelo Amato, SDB, Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos y Delegado Pontificio, el que ha ce­lebrado y presidido esas beatificaciones. Su pre­sencia se ha hecho familiar entre nosotros presidiendo una magna celebración de mártires en Tarragona, en 2013; otra de 115 mártires, el 25 de marzo de 2017, en Almería; en Linares, la del beato «Lolo» Garrido; en Granada, la del ca­puchino limosnero fray Leopoldo de Alpandeire; en Sevilla, la de Madre María de la Purísima, en 2010 (ya canonizada), y en Oviedo, el pasado 22 de abril, la del beato Luis Antonio Ormiéres, fun­dador de la Congregación del Santo Ángel. Allá y acá, con su palabra, el cardenal Amato ha llenado nuestra sociedad de iconos que «son transparencia de la gracia y de la santidad de Dios Trinidad. Y, como Dios, que es caridad sin fin, así los santos explosionan de inmensa caridad acogiendo a cada ser humano en un abrazo de amor: el pobre recibe ayuda, el enfermo es asis­tido, el pecador perdonado, el ignorante ins­truido, el enemigo respetado, el extranjero acogido. Los santos son las "buenas noticias"». «Su caridad era como un perfume que se expan­día hacia el prójimo, sobre todo hacia los pobres, los pequeños, los necesitados», un recurrente consejo del beato Luis Antonio Ormiéres que re­cordaba durante su beatificación.