Abril de 1937: el asedio al Santuario de la Cabeza de Andújar se salda con doscientos muertos; muchos son mujeres y niños. Allí desapareció una familia compuesta por un matrimonio y sus cinco hijas. Sus cuerpos reposan en un cementerio de tumbas sin nombre. Tres décadas después, en otro pueblo de la provincia surge un misterio que aún nadie ha logrado resolver; unas efigies atormentadas afloran en el suelo de una cocina de pastores. En los rostros, gestados por las zonas oscuras del cemento, no hay pintura ni añadidos. Un imposible cuyo eco alcanzará las portadas de todos los periódicos y generará una siniestra operación de la Iglesia y el Gobierno para mentir a la opinión pública y acabar con el asunto de raíz.