En el pecado está la penitencia.

Un fragmento famosísimo del Poema Coplas por la Muerte de su padre de Jorge Manrique, en consonancia con el tema ofrecido por EL CUENTO (la luz de bengala ofrecida por la tentación que deja, finalmente, un palo maloliente de pólvora sucia y ennegrecida…):

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte             
tan callando,
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,            
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.
(…)

Y, a continuación, una anécdota a modo de cuento, una colaboración original y anónima…

Sueños en el Ebro

Cuentan que hace muchos años, un habitante de Cariñena que había perdido su familia en un extraño incendio, se trasladó a vivir a una casita inmaculada y llena de luz, al lado del río Ebro.

Una noche, sacudido por el insomnio, y una tremenda indigestión de almendras que estaba sufriendo el joven Satur, salió a dar una vuelta por los alrededores del valle fluvial.

Se sentó sobre una piedra que sobresalía entre todas, y se puso a tirar piedras al agua provocando ondas más grandes y más chicas de forma magistral, con la fijación de que sus dolores físicos amansaran, y así poder retomar el sueño tan placentero al que en otras ocasiones se entregaba.

En otras madrugadas, Satur tenía ensoñaciones tan deliciosas y celestiales, que no quería volver a despertar; pero al incorporarse de la almohada, no podía recordar ninguna de sus experiencias oníricas, y se sentía triste y vacío.

Pues bien, en la claridad nocturna que la luna podía ofrecerle, por la orilla del arrigo, una mozuela resuelta corría como desesperada con afán de no ser vista.

Al descubrirla, Satur se levantó sinuoso, y ante la belleza de la cándida joven, se escondió tras unos matorrales, para poder admirarla más de cerca.

De pronto él se descubrió a sí mismo queriéndola abordar. Era tal su hermosura y su candidez, que se sorprendió de sus ansias de querer saber más de ella, y se abalanzó desequilibrándola, y haciéndola caer en un charco embarrado.

Satur no se reconocía en la brutalidad de sus actos, y arrepentido, le acarició el pelo negro pidiendo perdón a la muchacha por su cobardía y brusquedad.

Ella enseguida se arregló el velo con el que ocultaba su rostro, y se puso en pie, haciendo que la brisa nocturna acariciase su vestido de intachable albor.

– ¡No hagas daño a mi hijo! -, sentenció la joven, sujetándose la barriga con decisión.

Y es que, al fijarse Satur pudo comprobar que la chiquilla estaba en estado de buena esperanza.

La identidad de la enmascarada era un enigma para él, y sin más espera, quiso saber:

– ¿Quién eres y por qué te escondes bajo ese tul? -.

– No creo que lo querrías saber. Además, vengo huyendo, y por lo que acabo de ver, no vas a ser digno de mi confianza, bronco Satur -.

Desconcertó a Satur que ésta supiera su nombre.

La galante silueta de la aparecida se transparentaba a través del blanco vestido, y su voz traslúcida y suave hacían que la curiosidad y las ganas de saber de su asaltante crecieran de manera desproporcionada. Consiguió acercarse a ella, y le acarició la abultada tripa sin que la jigua lo evitara, ni se echara hacia atrás.

Parecía que Satur se había tranquilizado, pero sólo era una ilusión, y cuando la chica estaba más desprevenida, hábilmente, le desprevino del velo, y se agazapó tras la apabullante visión.

El ingenuo Satur no tardó en reconocer que aquel rostro carbonizado y ese cabello lacio y que todavía apestaba a humo eran los de su esposa muerta en la defragación, y el niño que llevaba en su vientre, era el hijo de Satur, aquél que jamás nacería.

Se arrodilló bajo una olivera, llorando su agonía y su sinrazón, hasta que comprobó casi aliviado que había conseguido rasgar un jirón del vestido de su mujer, y ya tendría algo allí en Zaragoza para rememorar a los que se habían ido.

Satur entendió lo que había pasado como una señal para que nunca negara a los que una vez quiso dejar de lado.

Tanto tiempo como vivió, vagó por los márgenes del Ebro, añorando lo que pasó aquella asombrosa noche que le mostró que los recuerdos quieren ser recordados, y vivirán por siempre en las mentes de los que los quieran recordar.

Y así, las noches cheladas y agoreras con cierzo, en las que la luna llena brilla en la altivez de un cielo estrellado, Luciana de Borza atraviesa los cielos desde Almudévar, donde en vida, un conde francés la raptó; hasta Cariñena, donde se escapó para regresar y dar a luz el hijo, que tanto ella como su marido esperaban. Y dicen que su imagen deja jiras de seda por las ramas de los árboles, y que los gorriones las suelen recoger para proteger sus nidos de tordos y picarazas con intenciones aviesas.