Desde su trono celestial, Dios observaba todo lo que ocurría en el Edén. Él había creado todo con amor y había puesto a Adán y Eva en el jardín para que disfrutaran de su creación y de su amor incondicional.

Pero Dios sabía que el pecado acechaba en las sombras, y que la serpiente estaba lista para engañar a los primeros humanos. Y así fue como, desde su trono celestial, Dios observó cómo la astuta serpiente se acercó a Eva y la convenció de desobedecer su mandato.

Dios vio cómo Eva comió del fruto prohibido y, a su vez, dio a Adán para que también comiera. Y aunque sentía tristeza al ver cómo sus hijos se alejaban de él, también sabía que la libertad era esencial para su plan.

Dios vio cómo Adán y Eva se dieron cuenta de su desnudez y se cubrieron con hojas de higuera. Él escuchó cuando llamó a Adán y este se escondió por su culpa. Y, aunque no estaba sorprendido por su desobediencia, sintió dolor por el hecho de que sus hijos hubieran perdido su inocencia.

Sin embargo, Dios no abandonó a sus hijos. Él les proporcionó ropa adecuada y les permitió vivir en el mundo que habían elegido. También les dio la promesa de un Salvador que vendría para redimir a la humanidad y llevarla de regreso a su amor y gracia.

Así, desde su trono celestial, Dios observó todo lo que ocurrió en el Edén con amor y sabiduría. Y aunque sintió dolor por la desobediencia de Adán y Eva, también sabía que su plan perfecto se estaba desarrollando exactamente como lo había planeado.