Han pasado unos días desde la liberación del campo de Buchenwald, pero los supervivientes aún viven en él. Pueden salir, pero no tienen donde ir en la Europa devastada por la guerra.

Una mañana, un grupo de ex-prisioneros sale a dar un paseo. Les llama la atención una bonita casa situada sobre una ladera. A uno de ellos, comienza a latirle aprisa el corazón. Por alguna razón que no es capaz de explicar a sus compañeros, se obstina en visitarla. Se acercan y llaman a la puerta. Finalmente, una mujer de cabellos grises, visiblemente asustada, les abre la puerta.
-Sólo quiero visitar la casa, no se preocupe- intenta tranquilizarla nuestro hombre, y sin hacer caso de sus protestas, corre escalera arriba. Allí, como había temido, perfectamente enmarcada en la ventana del salón, ve la chimenea del crematorio. Se vuelve. La mujer le ha seguido.
-¿Ustedes han vivido aquí mucho tiempo?
-Sí, muchos años- contesta ella.
-Y al atardecer, ¿estaban ustedes en esta habitación?
-Sí. Siempre cenábamos aquí.
-¿Al atardecer? ¿Cuando las llamas alumbraban el extremo de la chimenea?
Sólo entonces la mujer parece espantarse por un sentimiento de culpa.

Esta historia, que me he permitido extractar, la cuenta Jorge Semprún en El largo viaje