Una tarde me habló Aleixandre de su naufragio existencial. Fue en su casa de la calle Velintonia, recién rebautizada como calle de Vicente Aleixandre, porque, al ilustre vecino, ya le habían concedido el premio Nobel por sus versos. Fue una tarde intensamente azul, de un mes intensamente mayo, allá por 1983.

Él era enfermo vitalicio y capitán de los poetas de la Generación del 27, conquistadores de un segundo Siglo de Oro para las letras españolas. Yo, profesor novato con media docena de alumnos que bebían las palabras del anfitrión. Góngora, Lope, Quevedo, Lorca, Guillén, Salinas, Dámaso, Alberti… De todos hablamos un poco. Más de los pasados, por esa natural elegancia que invita a no juzgar a los vivos.
-¿Su poeta preferido?
-Uno para cada época y uno para todas las épocas: san Juan de la Cruz.
-¿Por qué Juan de Yepes?
-Por haber logrado eternizar la palabra poética.

Preguntábamos con libertad, y el poeta respondía con soltura, complacido por aquel público joven que se sentaba literalmente a sus pies. Alguien quiso saber si Aleixandre compartía la visión cristiana de la vida con sus poetas predilectos. Y don Vicente aparcó un momento la sonrisa para explicarnos que le gustaría tener esa misma fe compacta y sin fisuras, y que por ello lamentaba su condición de náu- frago en un mar de dudas.

Murió un año más tarde. Y la prensa recogió el agradecimiento de su hermana al sacerdote que acudió a la última llamada del poeta. Desde entonces, siempre que pienso en Aleixandre y en nuestro encuentro de aquella tarde de primavera, me vienen a la cabeza unas palabras entrañables que tiempo atrás le había dedicado su amigo Dámaso: Largos años hace, Vicente, que esperas -como todos- tu viaje. No tengas miedo: tú no has de sentir el choque de la bestia fría, que te derribe. Barco sobre el ancla, te bastará un pequeño impulso para empezar la gran navegación.

José Ramón Ayllón, Dios y los náufragos, ed. Belacqua