La aspirina es uno de los medicamentos más antiguos. Estuvo muy de moda hace unos años para tratar todo tipo de afecciones, desde dolor muscular y fiebre, hasta cefaleas, resfriados o malestar menstrual. Pero, ahora, se ha visto relegada por el paracetamol y el ibuprofeno en cualquiera de sus presentaciones. Y es que, aunque algunos estudios la señalan como beneficiosa -con evidencia limitada- para prevenir el cáncer, eventos cardiovasculares e, incluso, la demencia vascular, sus efectos secundarios provocan que haya que ser muy cautos con su uso indiscriminado.

La aspirina se prescribe para tratar los síntomas de la artritis reumatoide, la osteoartritis, el lupus eritematoso sistémico y otros trastornos reumatológicos asociados a una alteración del sistema inmunológico. También se utiliza en los casos de fiebre reumática (enfermedad inflamatoria que se puede presentar después de una infección por un tipo de estreptococos, que puede tener repercusiones en el corazón, articulaciones, piel y cerebro) y enfermedad de Kawasaki (patología que puede provocar problemas cardíacos en los niños).

En algunas ocasiones, también se emplea para disminuir el riesgo de coágulos sanguíneos en pacientes portadores de válvulas cardíacas artificiales u otros trastornos cardíacos y para prevenir ciertas complicaciones del embarazo.

En las farmacias es fácil encontrar aspirina en combinación con otro tipo de fármacos (analgésicos, antitusivos, antiácidos) desarrollados para tratar el dolor (de leve a moderado) o los procesos catarrales, entre otros. Estos preparados son medicamentos que no precisan prescripción médica, aunque esto no significa que no puedan provocar efectos secundarios y que no tengan contraindicaciones.

Fuente de la información Consumer.