Al luthier Antonio Silverius, siendo joven y estando en el comienzo de su trabajo profesional (construir violines), le llama Stradivarius para incorporarlo a trabajar con él. Es lo que cualquier luthier hubiere deseado, la mera propuesta ya era un éxito profesional.

Sin embargo Antonio “entiende que sus proyectos pasarán a ser, convertidos en cualquier otra cosa, los del maestro, y que las preocupaciones de éste se convertirán sin remedio en las suyas; nada quedará de su afán por descubrir e investigar, no será él quien, con su esfuerzo, construya su grandeza o pequeñez, será sólo una mera imitación de alguien que ya es grande. (…)

Cualquier joven daría lo que fuese por gozar de un ofrecimiento semejante, pero él (…) lo que decide es que no puede, que no debe permitirse a si mismo otra salida que no sea la de perseverar en su personalidad. Entonces, incapaz de enfrentarse a Stradivarius con una negativa, coge un caballo y huye a todo galope en el frío de madrugada, huye igual que un delincuente, como un ladrón que atesora el único botín de su propio ser”.

(Rodrigo Brunori, “Me manda Stradivarius”)