Y vio que era estupendo 

Para Yavé, aquel interminable arenal de estrellas re­cién creado seguía siendo tan pequeño corno la briz­na de polvo de donde procedía. Así que no tardó mu­cho en recorrerlo, penetrando con su mirada hasta el último átomo del universo.

—Has crecido mucho —le dijo—. ¡Quién iba a pensar que, en unos pocos millones de años, alcanza­rías todo el espacio que te presté! ¿Y de dónde has re­cibido tanta belleza?

—De tu mirada —respondieron las criaturas.

—Es verdad: os miro con buenos ojos y seréis un gran decorado para mi Navidad. Todo en vosotras es bueno: la luz, las aguas del mar y de los ríos, la tierra, el calor del verano, la nieve, el granizo, el aroma del campo, el estallido de la primavera, el placer de los sentidos, el cansancio del otoño… No es raro que tengáis tanta hermosura, pues yo os la voy prestando cuando os veo. Pero debéis prepararos para ser aún más bellas.

Cuando mi Hijo nazca, os tocará con sus manos, os mirará con sus ojos grandes y asombrados de niño, y endiosará lo que vea y aun la misma mirada con que os mire. Serán divinas las lágrimas de los recién nacidos, los pañales sucios y los pañales limpios, los juegos, las carreras, los cuentos de risa y los cuentos de miedo. Y los besos de las madres los daré yo.

Y endiosaré el sudor del trabajo, y ya nunca será un castigo, porque también mi Hijo lo padecerá.

Y cuando Jesús cante al compás del martillo y de la sierra, también serán divinas las canciones. Entonces Yavé miró a una pequeña hierba que acababa de nacer sobre la tierra. Nadie se había fijado en ella; pero la tomó en la mano, y fue desgranando poco a poco su semilla. Así nació, grande como el mar, el primer trigal. Y Dios mandó un viento suave que lo acunase, para que los rayos del sol encendieran en oro todas las espigas. Y añadió:

—Tú también vas a tener un lugar importante en mi belén. Desde hoy serás la reina de las plantas, la más importante de la tierra. Tus cultivos llegarán a los cinco continentes. Tu harina blanqueará las manos de las mujeres —también las de mi Madre—, y saciará a los hambrientos, a las aves, a los poetas y a los pintores. Vas a llenar el mundo de molinos, y la literatura de metáforas. A veces te llamarás trigo, y a veces pan: casi es lo mismo. Los hombres me pedirán millones de veces tenerte cada día. Mi Hijo te multiplicará en la montaña…

¡Ay, si todos quisieran hacer lo mismo —repartirte a manos llenas—…!

Yavé, entonces, hizo una pausa. El trigal, estre­mecido por la brisa, parecía escuchar la voz de su Dios.

—Pero eso no es todo. Muy pronto mi Hijo te to­mará en sus manos, te hablará con palabras que nun­ca hasta entonces habrás escuchado, y te vaciará de ti mismo: seguirás siendo alimento, pero ya no te llama­rás pan: prestarás tu color, tu sabor y tu figura para esconder el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús.

En el cielo, sobre el campo de trigo, Dios hizo sonar los timbales del trueno. Después del rayo, cayó en la tierra la primera lluvia. 

Los brotes, recién naci­dos, parecieron ponerse de puntillas para beber el agua, soñando ya con ser espiga y pan.

Atardecía la tercera jornada de la creación.

Yavé volvió a mirarlo todo. 

Y vio que era estupendo.

ENRIQUE MONASTERIO, EL BELÉN QUE PUSO DIOS