Hazte cuenta de que estás ya en el paso de tu muerte, lo más verdaderamente que lo puedas sentir, diciéndote a ti misma: “Tiene que llegar algún día esta hora de mi acabamiento; no sé si será esta noche o mañana; y, pues ciertamente ha de venir, es razón de que píense en ello”.

Piensa cómo caerás en la cama, y cómo has de sudar el sudor de la muerte; se levantará el pecho, se quebrantarán los ojos, se perderá el color de la cara, y con grandes dolores se apartará esta unión tan amistosa del cuerpo y del alma. Amortajarán después tu cuerpo, y lo pondrán en unas andas, y te llevarán a enterrar, llorando unos y cantando otros. Te echarán en una sepultura chica, te cubrirán con tierra, y después de haberte pisado, quedarás sola, y serás olvidada enseguida. (…)

Piensa, pues, todo esto que por ti ha de pasar; qué tal estará tu cuerpo debajo de la tierra, y qué pronto acabará de tal manera que cualquier persona, por mucho que te quiera, no te podrá ver, ni oler, ni estar cerca de ti. Mira allí con atención en qué terminan la carne y su gloria, y verás qué necios son aquellos que, habiendo de salir tan pobres de este mundo, andan ahora ansiosos de ser muy ricos; y, habiendo de ser tan pronto hollados y olvidados, tienen un gran deseo de ponerse en lugares más altos que los otros. Y qué engañados viven los que regalan su cuerpo, y se van tras sus deseos, porque no hicieron otra cosas sino ser cocineros de gusanos, guisándoles bien el manjar que han de comer; y ganaron con sus breves deleites tormentos que nunca se acaban.

Considera y mira, con grandísima atención y despacio, tu cuerpo tendido en la sepultura; y haciéndote cuenta de que ya estás en ella, mortifica los deseos de la carne cada que vez que te venga a la memoria; y mortifica los deseos de agradar y desagradar al mundo, y de tener en algo cuanto en él florece, puesto que tan pronto y con tanto abatimiento lo has de dejar, y él a ti. Y, considerando cómo tu cuerpo, después de ser manjar de gusanos, se convertirá en cieno y en polvo, no lo mires de aquí en adelante más que como un muladar cubierto de nieve, y que te dé asco acordarte de él.

Y sintiendo del cuerpo de esta manera, no serás engañada acerca de la estima en que lo has de tener, sino que tendrás verdadero conocimiento y sabrás cómo lo has de regir, mirando el fin en que ha de acabar, como quien se pone al final de la nave, para desde allí regirla mejor.

(S. Juan de Ávila, “Audi filia”)