Un día de agosto de 1941, Josemaría Escrivá dirige la meditación en la penumbra del oratorio de Diego de León, 14, en Madrid. Habla de fe, de audacia, de atreverse a pedir ¡la luna! con una confianza indesmontable en que Dios puede darla…

-¿Miedo? ¡Miedo a nadie! ¡Ni a Dios!… porque es mi Padre.

Se vuelve hacia el sagrario y, mirando hacia ese punto, con la naturalidad de quien de veras conversa con alguien que está allí, en aquella misma habitación, agrega:

-Señor: no te tenemos miedo…, porque te amamos.

(Pilar Urbano, “El hombre de Villa Tevere”)