El viejo señor Rivers es un editor a la antigua: ama el «buen gusto» por encima de todo, y nada desearía menos que publicar textos con palabras malsonantes o temas demasiado realistas. Ama también la vida social de Nueva York, los clubes donde viven los ancianos caballeros como él y las cenas a las que lo invitan cada día viudas de embajadores o sociedades de todo tipo. Perfecto personaje dickensiano, tiene una palabra para todo el mundo, y del ocio hace, como dijera el clásico, siempre negocio. Esta narración, que tiene un tono muy distinto al resto de la obra de Thomas Wolfe, fue publicada por primera vez en 1947, después de la muerte de su mítico editor, Maxwell Perkins. Éste no había permitido que fuera publicada antes, ya que no deseaba que el texto de Wolfe ofendiera al ya senil Robert Bridges, antiguo editor de Scribner’s Maga¬zine, en quien se había inspirado para crear a su protagonista. El viejo Rivers, sí, está lleno de jugosas alusiones a Bridges, quien se había atrevido incluso a pedir al futuro premio Nobel John Galsworthy que borrara algunas frases «con alusiones sexuales» si quería seguir publicando en Scribner’s. El importante editor, que había cimentado parte del prestigio de su revista sobre nombres como Henry James o Edith Wharton, tenía ciertas dudas sobre los jóvenes autores del momento, como Dos Passos, Faulkner o Hemingway, a quien, sin embargo, publicó novelas o relatos por entregas, pero a quien rechazó otros textos por ser demasiado «atrevidos» o «grises», y a quien quiso obligar a cambiar algunas palabras «para no enfangar el buen nombre de esta publicación y alterar el ánimo de nuestros lectores». He aquí, pues, una estupenda sátira sobre el mundo editorial de entreguerras y, también, una crónica feroz de la vida social en el Nueva York del crac bursátil de 1929.