La tierra comenzó a temblar y el aire vibró con el ruido de los motores que irrumpió en su escondrijo como un trueno de persistente rodar. Venían primero dos motocicletas, a una distancia de unos doscientos metros y seguían varios todoterrenos con ametralladores y lanzacohetes, algunos camiones con tropa y una ambulancia, todos con los apagados, todos fieros, fantasmales, broncos, amenazadores, siluetas apenas dibujadas contra el pálido claror de la media luna. Natacha no quería verlos y cerró los ojos. No tenía miedo, pero estaba invadida por una sensación de desamparo absoluto y por una amargura enloquecedora. ¡Qué absurda desproporción! Una vida humana, una miserable vida humana, una vida quebradiza por mucho que estuviera alentada por llama tan intensa, frente a tanta coraza, tanta maquina, tanta fuerza descomunal y ciega que todo cuanto hollaba destrozaba. Era ella misma la que estaba atrevesada sobre la tercera montura.