Cuando el cardenal Pizzardo se encontraba con San Josemaria Escrivá, sin importarle ni poco ni mucho que hubiera o no gente delante, le cogía por la cabeza y le estampaba un sonoro beso en la nuca, al tiempo que exclamaba:

-Gracias, porque usted me ha enseñado a descansar!

Y, si veía ojos de asombro a alrededor, hacía esta confesión:

– Yo era uno de los que pensaban que, en esta vida, sólo cabía o trabajar o perder el tiempo. Pero él me regaló una idea clara, maravillosa: que descansar no es no hacer nada, no es un ocioso dolce far niente, sino cambiar de ocupación, dedicarse a otra actividad útil y distraída durante un tiempo.

Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, p. 330