Cuando el cardenal Pizzardo se encontraba
con San Josemaria Escrivá, sin importarle ni poco ni mucho que hubiera o no gente
delante, le cogía por la cabeza y le estampaba un sonoro beso en la nuca, al
tiempo que exclamaba:

-Gracias,
porque usted me ha enseñado a descansar!

Y, si veía ojos de asombro a alrededor,
hacía esta confesión:

– Yo era uno de los que pensaban que, en
esta vida, sólo cabía o trabajar o perder el tiempo. Pero él me regaló una idea
clara, maravillosa: que descansar no es no hacer nada, no es un ocioso dolce far niente, sino cambiar de
ocupación, dedicarse a otra actividad útil y distraída durante un tiempo.[1]

[1] Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, p. 330