“Nunca más me cuidará, ella, la única. La única que nunca se habría impacientado, aun cuando mi enfermedad hubiese durado veinte años y yo hubiese sido el más insoportable de los enfermos. Ella es la única que no me habría cuidado por deber o por afecto. Sino por necesidad. Porque, estando yo enfermo, lo único interesante durante veinte años habría sido cuidarme. Así era ella. Todas las demás mujeres tienen su pequeño yo autónomo, su vida, su sed de felicidad personal. Su sueño que protegen y que se prepare quien lo turbe. Mi madre no tenía yo, sino un hijo. Poco le importaba no dormir o estar cansada si yo la necesitaba. ¿Qué me queda por amar ahora, con ese mismo amor seguro de no quedar defraudado? Una pluma, un mechero, mi gata”.

(Albert Cohen, “El libro de mi madre”, p. 82)