Hablo de ti, pero eres tú quien habla.
Y si te miro es sólo
con estos ojos que son parte tuya.
Inseparables, confundidos desde
el diminuto instante del origen,
he vivido bastante -hemos vivido,
mi viejo compañero (y aquí están
nuestras arrugas, nuestras cicatrices)-
para saber que no eres algo que yo posea:
eres, de alguna forma inexplicable,
yo mismo, mi existencia; la única manera
en la que puede estar en este mundo
eso que en estos versos vengo llamando yo.
Y sin embargo vas abandonándome,
perdiendo fuerzas; ya no me sostienes
como antes; ya adivino cada tarde
más cercano el momento de nuestra despedida.
A ti te confiarán a una tierra piadosa
en la que, entre raíces, larvas y aguas a tientas,
irás desvaneciéndote en olvido
y yo, echado a los brazos de la Misericordia,
esperaré la bienaventurada
hora en la que regreses, luminoso
y eterno, y nos unamos nuevamente
en una juventud ya inamovible.

(Miguel D’Ors, «Átomos y Galaxias»)