Aunque el recién nacido sea un niño incapaz de hablar la lengua de su madre, ella se inclina y se pone al nivel del niño y conversa con él, balbuceando como él. La madre se regocija cuando el niño le habla; porque ella anhela el afecto del niño.

Nosotros, en comparación con la gloria infinita e incomprensible del Señor, de su potencia y de su ciencia, somos niños incapaces de expresar dignamente los misterios del Espíritu. Pero el Espíritu, que es la madre de los santos, se inclina también y se regocija de igual modo cuando en el mundo sus hijos pronunciamos palabras que le conciernen.

(Pseudomacario, Homilía XXVII, 1.1)