Mi querido tío, es difícil encontrar las palabras adecuadas para despedirme, pero sé que debo hacerlo con la misma fuerza y valentía que tú mostraste a lo largo de tu vida. En cada abrazo, cada consejo, cada momento compartido, he visto la presencia de Dios. Me enseñaste a apreciar las pequeñas bendiciones de cada día y a enfrentar los desafíos con fe y esperanza. Aunque físicamente ya no estás con nosotros, te llevaré siempre en mi corazón, prometiendo recordarte en cada oración y cada Misa. Sé que ahora estás disfrutando de la visión beatífica, libre de todo sufrimiento, en compañía de los ángeles y santos. Nos enseñaste que la muerte no es el fin, sino el comienzo de una vida eterna y plena en el amor de Cristo. Te digo adiós, no como una despedida final, sino como un hasta luego, con la esperanza de que, bajo la intercesión de la Santísima Virgen, nos volveremos a encontrar en la eternidad. Que Dios te bendiga y te guarde hasta entonces.