Este es el único recurso que San Pedro propone a los judíos culpables de la muerte de Jesús. Les dice este gran apóstol: «Vuestro crimen es horrible, puesto que abusasteis de la predicación del Evangelio y de los ejemplos de Jesucristo, despreciasteis sus favores y prodigios, y, no contentos con esto, lo desechasteis y condenasteis a la muerte más infame y cruel. Después de un crimen tal, ¿qué otro recurso os puede quedar, si no es el de la conversión y penitencia?» A estas palabras todos los que estaban presentes prorrumpieron en llanto y exclamaron: «¡Ay! ¿qué tendremos que hacer, oh gran apóstol, para alcanzar misericordia?» San Pedro, para consolarlos, les dijo: «No desconfiéis: el mismo Jesucristo que vosotros crucificasteis, ha resucitado, y aún más, se ha convertido en la salvación de todos los que esperan en Él; murió por la remisión de todos los pecados del mundo. Haced penitencia y convertíos, y vuestros pecados quedarán borrados».

Este es el lenguaje que usa también la Iglesia con los pecadores que reconocen la magnitud de sus pecados y desean sinceramente volver a Dios. ¡Ay! ¡Cuántos hay entre nosotros que resultan mucho más culpables que los judíos, ya que aquellos dieron muerte a Jesús por ignorancia!

¡Cuántos renegaron y condenaron a muerte a Jesucristo, despreciaron su palabra santa, profanaron sus misterios, omitieron sus deberes, abandonaron los Sacramentos y cayeron en el más profundo olvido de Dios y de la salvación de su pobre alma! Pues bien, ¿qué otro remedio puede quedarnos en este abismo de corrupción y de pecado, en este diluvio que mancilla la tierra y provoca la venganza del cielo? Ciertamente no hay otro, que la penitencia y la conversión. Decidme: ¿aún no habéis vivido bastantes años en pecado? ¿Aún no habéis vivido bastante para el mundo y el demonio? ¿No es ya tiempo de vivir para Dios Nuestro Señor y para aseguraros una eternidad bienaventurada? Haga cada cual desfilar la vida pasada ante sus ojos, y veremos cuanta necesidad tenemos todos de penitencia. Mas, para induciros a ella, voy ahora a mostraros hasta qué punto las lágrimas que derramamos por nuestros pecados el dolor que por ellos experimentamos y las penitencias que hacemos, nos consuelan y nos

confortan a la hora de la muerte; veremos, en segundo lugar, que, después de haber pecado, debemos hacer penitencia en este o en el otro mundo; en tercer lugar, examinaremos las maneras cómo puede uno mortificarse para hacer penitencia.

I.- Hemos dicho que nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos conforta a la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, el dolor que por los mismos experimentamos y las penitencias a que nos entregamos. Es esto muy fácil de comprender, puesto que por semejante medio tenemos la dicha de expiar nuestras culpas, o satisfacer a la justicia de Dios. Por Él merecemos nuevas gracias para que nos ayuden a tener la dicha de perseverar. Nos dice San Agustín que es necesario, de toda necesidad, que el pecado sea castigado, o por aquel que lo ha cometido, o por aquel contra el cual se ha cometido. Si no queréis que Dios os castigue, nos dice, castigaos vosotros mismos. Vemos que el mismo Jesucristo, para mostrarnos cuán necesaria nos es la penitencia después del pecado, se coloca al mismo nivel de los pecadores (Marc. 2. 16).

Nos dice Él que, sin el santo bautismo, nadie entrará en el reino de los cielos (Juan. 3, 5); y en otra parte, que si no hacemos penitencia; todos pereceremos (Luc. 13. 3).

Todo se comprende fácilmente. Desde que el hombre pecó, sus sentidos todos se revelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias. Y si aun queréis convenceros más de la necesidad de la penitencia, abrid la Sagrada Escritura, y allí veréis cómo todos cuantos pecaron y quisieron volver a Dios, derramaron abundantes lágrimas, se arrepintieron de sus culpas e hicieron penitencia.

Mirad a Adán: desde que pecó se entregó a la penitencia, a fin de poder ablandar la justicia de Dios (Gen. 3. 15-5)… Mirad a David después de su pecado: por todos los ámbitos del palacio resonaban sus exclamaciones y gemidos; guardaba los ayunos hasta un exceso tal, que sus pies eran ya impotentes para sostenerle (Ps. 58, 24). Cuando, para consolarle, se le decía que, puesto que el Señor le había asegurado que estaba perdonada su gran culpa, debía moderar su dolor, exclamaba: ¡Desgraciado de mí! ¿qué es lo que he hecho? He perdido a mi Dios, he vendido mi alma al demonio; ¡ah! no, no, mi dolor durará lo que dure mi vida y me acompañará al sepulcro. Corrían sus lágrimas con tanta abundancia, que con ellas remojaba el pan que comía, y regaba el lecho donde descansaba (PS. 51, 10. y 6, 7)

¿Por qué sentimos tanta repugnancia por la penitencia, y experimentamos tan escaso dolor de nuestros pecados? Porque no conocemos ni los ultrajes que el pecado infiere a Jesucristo, ni los males que nos prepara para la eternidad. Estamos convencidos de que después del pecado es necesaria hacer penitencia irremisiblemente. Mas, ved lo que hacemos: lo guardamos para más adelante, como si fuésemos dueños del tiempo y de las gracias de Dios. ¿Quién de nosotros, si está en pecado, no temblará sabiendo que no tenemos un instante seguro? ¿Quién de nosotros no se estremecerá, al pensar que hay fijada en las gracias una cierta medida, cumplida la cual Nuestro Señor no concede ya ni una más? ¿Quién de nosotros no se estremecerá al pensar que hay una medida de la misericordia, terminada la cual todo se acabó? ¿Quién no temblará, al pensar que hay un determinado número de pecados después del cual Dios abandona el pecador a sí mismo? ¡Ay! cuando la medida está llena, necesariamente ha de derramarse. Después que el pecador lo ha llenado todo, es preciso que sea castigado, ¡que caiga en el infierno a pesar de sus lágrimas y de su dolor! … ¿Pensáis, que después de haberos arrastrado, haber rodado, haberos anegado en la más infame impureza y en las más bajas pasiones; pensáis que después de haber vivido muchos años a pesar de los remordimientos que la conciencia os sugirió para retornaros a Dios; pensáis que después dé haber vivido como libertinos e impíos, despreciando todo lo que de más santo y sagrado tiene la religión, vomitando contra ella todo lo que la corrupción de vuestro corazón ha podido engendrar; pensáis que, cuando os plazca exclamar: Dios mío, perdonadme, ¿está ya todo hecho? ¿Que ya no nos queda mas que entrar en el cielo? No, no seamos tan temerarios, ni tan ciegos, esperando tal cosa. ¡Ay! en ese momento precisamente, es cuando se cumple aquella terrible sentencia de Jesucristo que nos dice:

«Me despreciasteis durante vuestra vida, os burlasteis de mis leyes; mas ahora que queréis recurrir a mí, ahora que me buscáis, os volveré la espalda para no ver vuestras desdichas (Jerem., 18. 17); me taparé los oídos para no oír vuestros clamores; huiré lejos de vosotros, por temor a sentirme conmovido por vuestras lágrimas».

Para convencernos de esto, no tenemos más que abrir la Sagrada Escritura y la historia, dónde están contenidas y reseñadas las acciones de los más famosos impíos; allí veremos como tales castigos son más terribles de lo que se cree….

Mas, ¿por qué? ir tan lejos a buscar los espantosos ejemplos de la justicia de Dios sobre el pecador que ha despreciado las gracias divinas? Mirad el espectáculo que nos han ofrecido los impíos, incrédulos y libertinos del pasado siglo; mirad su vida impía, incrédula y libertina. ¿Acaso no vivieron tan desordenadamente con la esperanza de que el buen Dios les perdonaría cuando ellos quisiesen implorar perdón?

Mirad a Voltaire. ¿Acaso, cuantas veces se veía enfermo, no exclamaba: misericordia? ¿No pedía, por ventura, perdón a aquel mismo Dios que cuando sano insultaba, y contra el cual no cesaba de vomitar todo lo que su corrompido corazón era capaz de engendrar? D’Alembert, Diderot, Juan Jacobo Rousseau, al igual que todos sus compañeros de libertinaje, creían también que, cuando fuese de su gusto pedir perdón a Dios, les sería otorgado; mas podemos decirles lo que el Espíritu Santo dijo a Antíoco:

«Estos impíos imploran un perdón que no les ha de ser concedido» (2 Marc., 9. 13).»

¿Y por qué esos impíos no fueron perdonados, a pesar de sus lágrimas? Esto fue porque su dolor no procedía de un verdadero arrepentimiento, ni de pesar por los pecados cometidos, ni del amor de Dios, sino solamente del temor del castigo.

¡Ay! por terribles y espantosas que sean estas amenazas, aun no abren los ojos de los que andan por el mismo camino que aquellos infelices. ¡Ay! cuán ciego y desgraciado es aquel que, siendo impío y pecador, tiene la esperanza de que algún día dejará de serlo! ¡A cuántos el demonio conduce, de esta manera al infierno! Cuando menos lo piensan, reciben el golpe de la justicia de Dios. Mirad a Saúl; él no sabía que, al burlarse de las órdenes que le daba el profeta, ponía el sello a su reprobación y al abandono, que de Dios hubo dé sufrir (1 Reg. 15. 23). Ved si pensaba Amán que, al preparar la horca para Mardoqueo; él mismo sería suspendido en ella para entregar allí su vida (Est. 7. 9). Mirad al rey Baltasar bebiendo en los vasos sagrados que su padre había robado en Jerusalén, si pensaba que aquel sería el último crimen que Dios iba a permitirle (Dan. 5. 23).

 Mirad aún a los dos viejos infames, si pensaban que iban a ser apedreados y de allí bajar al infierno, cuando osaron tentar a la casta Susana (Dan.,13. 61). Indudablemente que no. Sin embargo, aunque esos impíos y libertinos ignoren cuándo ha de tener fin tanta indulgencia, no dejan por eso de llegar al colmo de sus crímenes, hasta un extremo en que no pueden menos de recibir el castigo.

Pues bien, ¿Qué pensáis de todo esto, vosotros que tal vez habéis concebida el propósito espantoso de permanecer algunos años en pecado, y quizá hasta la muerte? No obstante; estos ejemplos terribles han inducido a muchos pecadores a dejar el pecado y hacer penitencia; ellos han poblado los desiertos de solitarios, llenado los monasterios de santos, religiosos, é inducido a tantos mártires a subir al patíbulo, con más alegría que los reyes al subir las gradas del trono: todo por temor de merecer los mismos castigos que aquellos de que os he hablado. Si dudáis de ello, escuchadme un momento; y si vuestro endurecimiento no llegó hasta el punto en que Dios abandona el pecador a sí mismo, los remordimientos de conciencia van á despertarse en vosotros hasta desgarraros el alma.

San Juan Clímaco nos refiere (La escala Santa, grado 5º) que fue un día a un monasterio; los religiosos que en él moraban tenían tan fuertemente grabada en su corazón la magnitud de la divina justicia, estaban poseídos de un temor tal de haber llegado al punto en que nuestros pecados agotan la misericordia de Dios; que su vida hubiera sido para vosotros un espectáculo capaz de haceros morir de pavor; llevaban una vida tan humilde, tan mortificada, tan crucificada; sentían hasta tal punto el peso de sus faltas; eran tan abundantes sus lágrimas y sus clamores tan penetrantes, que, aun teniendo un corazón más duro que la piedra, era imposible impedir que las lágrimas saltasen de los ojos. Con sólo cruzar los umbrales del monasterio, nos dice el mismo Santo, presencié acciones verdaderamente heroicas…

Pues bien, ahí tenéis unos cristianos como nosotros v mucho menos pecadores que nosotros; ahí tenéis, unos penitentes que esperaban el mismo cielo que nosotros, que tenían un alma por salvar como nosotros.

¿Por qué, pues, tantas lágrimas, tantos dolores y tantas penitencias? Es que ellos sentían el gran peso de los pecados, y conocían cuán espantoso es el ultraje que infiere a Dios el pecado; ahí tenéis lo que hicieron los que habían comprendido cuán gran desdicha es perder el cielo. ¡Oh, Dios mío!

¿no es el mayor de todos los males ser insensible a tanta desdicha? ¡Oh, Dios mío! ¿los cristianos que me oyen teniendo la conciencia cargada de pecados y que no han de esperar otra suerte que la de los réprobos, podrán vivir tranquilos? ¡Ay! ¡cuán desdichado es el que perdió la fe!

II.- Decimos que, necesariamente, después del pecado es preciso hacer penitencia en este mundo, o bien ir a hacerla en la otra vida.

Al establecer la Iglesia los días de ayuno y abstinencia, lo hizo para recordarnos que, pecadores como somos, debemos hacer penitencia, si queremos que Dios nos perdone; y aun más, podemos decir que el ayuno y la penitencia empezaron con el mundo. Mirad a Adán; ved a Moisés que ayunó cuarenta días. Ved también a Jesucristo, que era la misma santidad, retirarse por espacio de cuarenta días en un desierto sin comer ni beber, para manifestarnos hasta qué punto nuestra vida debe ser una vida de lágrimas, de mortificación y de penitencia. ¡Desde el momento en que un cristiano abandona las lágrimas, el dolor de sus pecados y la mortificación, podemos decir que de él ha desaparecido la religión! Para conservar en nosotros la fe, es preciso que estemos siempre ocupados en combatir nuestras inclinaciones y en llorar nuestras miserias.

Voy a referir un ejemplo que os mostrará cuánta sea la cautela que hemos de poner en no dar a nuestros apetitos cuanta ellos nos piden. Leemos en la historia que había un marido cuya mujer era muy virtuosa, y tenían ambos un hijo cuya conducta en nada desmerecía de la de su madre. Madre e hijo hacían consistir su felicidad en entregarse a la oración y frecuentar los Sacramentos. Durante el santo día del domingo, después de los divinos oficios, empleábanse enteramente en hacer el bien:

visitaban a los enfermos y les proporcionaban los socorros que sus posibilidades les permitían. Mientras se hallaban en casa, pasaban el tiempo dedicados a piadosas lecturas, a propósito para animarlos en el servicio de Dios. Alimentaban su espíritu con la gracia de Dios, y esto era para ellos toda su felicidad. Mas, como el padre era un impío y un libertino, no cesaba de vituperar aquel comportamiento y de burlarse de ellos, diciéndoles que aquel género de vida le desagradaba en gran manera y que tal modo de vivir era sólo propio de gente ignorante; al mismo tiempo procuraba poner a su alcance los libros más infames y más adecuados para desviarlos del camino de la virtud que tan felices seguían.

La pobre madre lloraba al oír aquella manera de hablar, y el hijo, por su parte, no dejaba tampoco de lamentarlo grandemente. Mas, tanto duraron las asechanzas, que, hallando repetidamente aquellos libros ante sus ojos, tuvieron la desgraciada curiosidad de mirar lo que ellos contenían; ¡ay! sin darse cuenta aficionáronse a aquellas lecturas llenas de torpezas contra la religión y las buenas costumbres. ¡Ay! sus pobres corazones, en otros tiempos tan llenos de Dios, pronto se inclinaron hacia el mal; su manera de vivir cambió radicalmente; abandonaron todas sus prácticas; ya no se habló más de ayunos, ni penitencias, ni confesión, ni comunión, hasta el punto de abandonar totalmente sus deberes de cristianos. Al ver aquel cambio quedó el marido muy satisfecho, por considerarlos así inclinados a su parte. Como la madre era joven aún, no pensaba entonces más que engalanarse, en frecuentar los bailes, teatros y cuantos lugares de placer estaban a su alcance.

El hijo, por su parte, seguía las huellas de su madre: convirtióse en seguida en un gran libertino, que escandalizó a su país cuanto anteriormente lo había edificado. No pensaba más que en placeres y desórdenes, de manera que madre e hijo gastaban enormemente; no tardó mucho en vacilar su fortuna. El padre, viendo que empezaba a contraer deudas, quiso saber si su caudal sería bastante para dejarlos continuar aquel género de vida a que los indujera; mas hubo de quedar fuertemente sorprendido al ver que los bienes ni tan sólo podían hacer frente a sus deudas. Entonces apoderóse de él una especie de desesperación, y, un día de madrugada, levantóse y, con toda sangre fría y hasta con premeditación, cargó tres pistolas, entró en la habitación de su mujer, y levantóle la tapa de los sesos; pasó después al cuarto de su hijo, y descargó contra él el segundo golpe; el tercero fue para sí mismo. ¡Ay, padre desgraciado! si al menos hubiese dejado a aquella pobre mujer y a ese pobre hijo en sus oraciones, sus lágrimas y sus penitencias, ellos habrían merecido el cielo, mientras que tú los has arrojado al infierno al precipitarte a ti mismo en aquellos abismos. Pues bien, ¿qué otra causa señalaremos a tan gran desdicha, sino que dejaron de practicar nuestra santa religión?

¿Qué castigo puede compararse con el de un alma a la que Dios, en pena de sus pecados, priva de la fe? Sí, para salvar nuestras almas, la penitencia nos es tan necesaria, a fin de perseverar en la gracia de Dios, como la respiración para vivir, para conservar la vida del cuerpo. Sí, persuadámonos de una vez, que, si queremos que nuestra carne quede sometida al espíritu, a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso mortificarlo en cada uno de sus sentidos: si queremos que nuestra alma quede sometida a Dios, precisa mortificarla en todas sus potencias.

Leemos en la Sagrada Escritura que, cuando el Señor mandó a Gedeónque fuese a pelear contra los Madianitas, ordenóle hiciese retirar a todos los soldados tímidos y cobardes. Fueron muchos miles los que retrocedieron. No obstante, aun quedaron diez mil. Entonces el Señor dijo a Gedeón: Aun tienes demasiados soldados; pasa otra revista, y observa todos los que para beber toman el agua con la mano para llevarla a la boca, pero sin detenerse; éstos son los que habrás de llevar al combate. De diez mil sólo quedaron trescientos (Iud. 7. 2-6). El Espíritu Santo nos presenta este ejemplo para darnos a entender cuán pocas son las personas que practican la mortificación, y por lo tanto, cuán pocas las que se salvarán.

Es cierto que no toda la mortificación se reduce a las privaciones en la comida y en la bebida, aunque es muy necesario no conceder a nuestro cuerpo todo lo que él nos pide, pues nos dice San Pablo: «Trato yo duramente a mi cuerpo, por temor de que, después de haber predicado a los demás, no caigo yo mismo en reprobación» (1 Cor. 9, 27).

Pero también es muy cierto que aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa mas insignificante no marcha según su voluntad y deseo; el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: «Aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame» ( Luc., 9. 23).

Es indudable que nunca un sensual poseerá aquellas virtudes que nos hacen agradables a Dios y nos aseguran el cielo. Si queremos guardar la más bellas de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por consiguiente, sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada. Leemos en la Sagrada Escritura que, apareciéndose el ángel Gabriel al profeta Daniel, le dijo: «El Señor ha oído tu oración, porque fue hecha en el ayuno y en la ceniza » (Dan., 3. 22); la ceniza simboliza la humildad…

III.- Mas, me diréis vosotros, ¿cuántas clases de mortificaciones hay? Vedlas aquí, hay dos: una es la interior, otra es la exterior, pero ellas van siempre juntas.
La exterior consiste en mortificar nuestro cuerpo, con todos sus sentidos.

1.° Debemos mortificar nuestros ojos: abstenernos de mirar, ni por curiosidad, los diversos objetos que podrían inducirnos a algún mal pensamiento; no leer libros inadecuados para conducirnos por la senda de la virtud, los cuales, al contrario, no harían más que desviarnos de aquel camino y extinguir la poca fe que nos queda.

2.° Debemos mortificar nuestro oído : nunca escuchar con placer canciones o razonamientos que puedan lisonjearnos, y que a nada conducen: será siempre un tiempo muy mal empleado y robado a los cuidados que debemos tener para la salvación de nuestra alma; nunca hemos de complacernos tampoco en dar oídos a la maledicencia y a la calumnia. Sí, debemos mortificarnos en todo esto, procurando no ser de aquellos curiosos que quieren saber todo lo que se hace, de dónde se viene, lo que se desea, lo que nos han dicho los demás.

3.° Decimos que debemos mortificarnos en nuestro olfato: o sea, no complacernos en buscar lo que pueda causarnos deleite. Leemos en la vida de San Francisco de Borja que nunca olía las flores, antes al contrario, se llevaba con frecuencia a la boca ciertas píldoras, que mascaba (Vita S. Franc. Borgiae, Cap. XV: Act. SS.,t. V., oct., p. 286); a fin de castigarse, por algún olor agradable que hubiese podido sentir o por haber tenido que comer algún manjar delicado.

4.° En cuarto lugar, digo que hemos de mortificar nuestro paladar: no debemos comer por glotonería, ni tampoco más de lo necesario; no hay que dar al cuerpo nada que pueda excitar las pasiones; ni comer fuera de las horas acostumbradas sin una especial necesidad. Un buen cristiano no come nunca sin mortificarse en algo.

5.° Un buen cristiano debe mortificar su lengua, hablando solamente lo necesario para cumplir con su deber, para dar gloria a Dios y para el bien del prójimo…

Nos dice San Agustín que es perfecto aquel que no peca con la lengua ( Esta sentencia la pronunció primeramente el Apóstol Santiago: » Si quis in verbo non offendit, hic perfectus est» (Jac., 3, 2)) Debemos, sobre todo, mortificar nuestra lengua cuando el demonio nos induzca a sostener pláticas pecaminosas, a cantar malas canciones, a la maledicencia y a la calumnia contra el prójimo; tampoco deberemos soltar juramentos ni palabras groseras.

6.° Digo también que hemos de mortificar nuestro cuerpo no dándole todo el descanso que nos pide; tal ha sido, en efecto, la conducta de todas los santos.

Mortificación interior. Hemos dicho después, que debemos practicar la mortificación interior. Mortifiquemos, ante todo, nuestra imaginación. No debe dejársela, divagar de un lado a otro, ni entretenerse en cosas inútiles ni, sobre todo, dejarla que se fije en cosas que podrían conducirla al mal, como sería pensar en ciertas personas que han cometido algún pecado contra la santa pureza, o pensar en los afectos de los jóvenes recién casados: todo esto no es más que un lazo que el demonio nos tiende para llevarnos al mal. En cuanto se presentan tales pensamientos, es necesario apartarlos. Tampoco he de dejar que la imaginación se ocupe en lo que yo me convertiría, en lo que haría, si fuese… si tuviese esto, si me diese aquello, si pudiese conseguir lo otro. Todas estas cosas no sirven más que para hacernos perder un tiempo precioso durante el cual podríamos pensar en Dios y en la salvación de nuestra alma.

Por el contrario, es precisa ocupar nuestra imaginación pensando en nuestros pecados para llorarlos y enmendarnos; pensando con frecuencia en el infierno, para huir de sus tormentos; pensando mucho en el cielo, para vivir de manera que seamos merecedores de alcanzarlo; pensando a menudo en la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Señor, para que tal consideración nos ayude a soportar las miserias de la vida con espíritu de penitencia.

Debemos también mortificar nuestra mente: huyendo de examinar temerariamente la posibilidad de que nuestra religión no sea buena, no esforzándonos en comprender los misterios, sino solamente discurriendo de la manera más segura acerca de cómo hemos de portarnos para agradar a Dios y salvar el alma.

Igualmente hemos de mortificar nuestra voluntad, cediendo siempre al querer de los demás cuando no hay compromisos para nuestra conciencia.

Y esta sujeción hemos de tenerla sin mostrar que nos cause enojo; por el contrario, debemos estar contentos al hallar una ocasión de mortificarnos y poder así expiar los pecados de nuestra voluntad. Ahí tenéis, en general, las pequeñas mortificaciones que a todas horas podemos practicar, a las que podemos aun añadir el soportar los defectos y malas costumbres de aquellos con quienes convivimos. Es muy cierto, que las personas que no aspiran más que a procurarse satisfacción en la comida, en la bebida y en los placeres todos que su cuerpo y su espíritu puedan desear, jamás agradarán a Dios, puesto que nuestra vida debe ser una imitación de Jesucristo. Yo os pregunto ahora: ¿qué semejanza podremos hallar entre la vida de un borracho y la de Jesucristo, que empleó sus días en el ayuno y las lágrimas; entre la de un impúdico y la pureza de Jesús; entre un vengativo y la caridad de Jesucristo? y así de lo demás. ¡Ay! ¿qué será de nosotros cuando Jesucristo proceda a confrontar nuestra vida con la suya? Hagamos, pues, algo capaz de agradarle.

Hemos dicho, al principio, que la penitencia; las lágrimas y el dolor de nuestros pecados serán un gran consuelo en la hora de la muerte; de ello no os quepa duda alguna. ¡Qué dicha para un cristiano recordar, en aquel postrer momento, en que tan minucioso examen de conciencia se hace, cómo no sólo observó puntualmente los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, sino que pasó su vida en medio de lágrimas y penitencia, en el dolor de sus pecados y en una mortificación continua acerca de todo cuanto pudiera satisfacer sus gustos! Si nos quedase algún temor, bien podremos decir como San Hilarión: «¿Qué temes, alma mía? ¡tantos años hace que te ocupas en hacer la voluntad de Dios y no la tuya¡ No desconfíes, el Señor tendrá piedad de ti» (Vida de los padres del desierto, t, V, p.208).

Para que mejor lo comprendáis, voy a citaros un hermoso ejemplo. Nos cuenta San Juan Climaco (La escala santa) que cierto joven concibió un gran deseo de emplear su vida haciendo penitencia y preparándose para la muerte; no puso límites a sus mortificaciones. Cuando llegó la muerte, hizo llamar a su superior y le dijo: «¡Ah! padre mío, ¡qué consuelo para mí!.

¡Oh! cuán dichoso me siento de haber vivido en medio de las lágrimas, del dolor de mis pecados y de la penitencia. Dios, que es tan bueno, me ha prometido el cielo. Adiós, padre mío, voy a unirme a mi Dios, cuya vida he procurado imitar cuanto me ha sido posible; adiós, padre mío, os doy gracias por haberme animado a seguir este dichoso camino. ¡Qué dicha para nosotros, en aquellos momentos, será el haber vivido para Dios; el haber temido y huido el pecado, el habernos abstenido no solamente de los placeres malos y prohibidos, sino también de los inocentes y permitidos; el haber recibido frecuente y dignamente los Sacramentos, en los que tantas gracias y fuerzas habremos hallado para combatir al demonio, al mundo y a nuestras pasiones!

Pero, decidme, ¿qué puede esperar, en aquella hora tremenda, el pecador, si ve ante sus ojos una vida que no es más que una cadena de crímenes? ¿Qué esperanza ha de abrigar un pecador que ha casi vivido como si no tuviese alma que salvar y como si creyese que con la muerte se acaba todo; que apenas ha frecuentado nunca los Sacramentos, y aun, al recibirlos, no hizo más que profanarlos acudiendo con malas disposiciones; un pecador que, no contento con haberse burlado y hecho menosprecio de su religión y de los que tenían la dicha de practicarla, puso además todo su esfuerzo en arrastrar a otros a seguir por la senda de la infamia y del libertinaje? ¡Ay! ¡cuál será entonces el pavor y la desesperación de ese pobre desgraciado al reconocer que tan sólo vivió para hacer sufrir a Jesucristo, perder su pobre alma y precipitarse en el infierno! ¡Qué desgracia, Dios mío y tanto más cuanto él sabía muy bien que, a haberlo querido podía obtener el perdón de sus pecados. Dios mío,
¡qué desesperación por toda una eternidad!

Traeremos aquí un admirable ejemplo que nos muestra cómo, si nos condenamos, será ciertamente porque no habremos querido salvarnos. Se refiere en la historia (Vida de los Padres, t. 1, cap. XV. San Pafnucio) que Santa Thais había sido en su juventud una de las más famosas cortesanas que ha habido en el mundo: sin embargo, era cristiana. Precipitóse en todo lo que su corazón, que era todo él una hoguera de fuego impuro, pudo desear: profanó en la disolución todo lo que, en cuanto a gracias y belleza, le concediera el cielo; hasta su propia madre fue un instrumento de que se valió el infierno para sumergirla con el más espantoso furor en tantas obscenidades, haciendo que empleara su miserable juventud abandonada a los desórdenes más infames y deshonrosos para una persona de su calidad. De sus admiradores, unos se arruinaban para ofrecerle regalos, muchos se suicidaban por no haber podido poseerla solos. En fin, los desórdenes de aquella comedianta eran el escándalo de todo el país, y un motivo de aflicción para los buenos. Dejo, pues, a vuestra consideración el mal que causaría aquella mujer, las almas que haría perder, los ultrajes que inferiría a Jesucristo por causa de las personas que arrastraba al pecado. En su juventud había sido muy bien instruida, pero sus desarreglos y la violencia de sus pasiones habían ahogado todas las verdades de la religión.

No obstante, Nuestro Señor, sabiendo hasta que punto su conversión provocaría la de muchos otros, quiso manifestar la magnitud de sus misericordias; y, lanzando una mirada compasiva, fuese É1 mismo a buscarla en medio de su torpeza la más infame. Para obrar aquel gran milagro de la gracia, valióse de un santo solitario a quien dio a conocer aquella famosa pecadora y todos sus desórdenes. El Señor le ordena que fuese a entrevistarse con la cortesana. Aquel solitario era San Pafnucio. Tomó un traje de caballero, proveyose de dinero, y partió para la ciudad en donde aquella mujer habitaba. Siendo llevado por el mismo Dios, pronto dio con la casa de aquella mujer y pidió ser recibido por ella.

Aquella mujer, que nada sabía ni sospechaba, le condujo a un cuarto reservado y lleno de adornos. Entonces el Santo le preguntó si había otro cuarto aun más escondido donde poder sustraerse hasta de los ojos de Dios. «¡Oh!, díjole la cortesana, ten por seguro que nadie ha de venir; mas si temes la presencia de Dios, ¿no está, por ventura, en todas partes?» Quedó el Santo muy admirado al oírla hablar así de Dios. «¡Cómo!, díjole él, ¿es decir, que conoces al buen Dios?» «Sí, contestó ella; y aun más, sé que hay un paraíso para los que le sirven con fidelidad y un infierno para los que le desprecian.» «Pero ¿cómo, le dijo el Santo, sabiendo todo esto, puedes vivir como vives, durante tantos años, preparándote tú misma un horroroso infierno?» Estas solas palabras del Santo, junto con la gracia de Dios, fueron como un rayo que derribó a nuestra cortesana, al igual que a San Pablo en el camino de Damasco. Arrojóse a sus pies, deshecha en lágrimas y suplicando la gracia de que tuviese piedad de ella, e implorase la misericordia del Señor. Estuvo enteramente dispuesta a hacer todo cuanto él quisiese, a fin de intentar el divino perdón. No le pidió más que

tres horas de plazo para poner en orden sus negocios; y al momento estaría ella en el lugar que le indicase. Habiéndole el Santo concedido el plazo pedido, congregó ella a cuantos libertinos le fue posible, de los que con ella se habían abandonado al pecado y los llevó a la plaza pública: allí, en presencia de todos, se despojó de sus galas, ordenó fuesen llevados allí los muebles que había comprado con el dinero de sus infamias, hizo de ellos un montón y le pegó fuego, sin decir nada ni dar explicación alguna de por qué obraba así. Después de esto, abandonó la plaza pública para ponerse a disposición del Santo, quien la condujo a un monasterio de recogidas. La encerró en una celda cuya puerta selló él mismo, y rogó a una religiosa que le llevase algunos mendrugos de pan y un poco de agua. Thais preguntó al Santo qué oración debía hacer en su retiro para mover el corazón de Dios. Y el Santo le contestó : «No eres digna de pronunciar el nombre de Dios, puesto que tus labios están llenos de iniquidades, ni de elevar al cielo unas manos tan criminales. Conténtate con dirigirte hacia Oriente, y con todo el dolor de tu corazón y con toda la amargura de tu alma, di: «Oh, Vos que me criasteis, tened piedad de mí».

Esta fue toda su oración en los tres años que permaneció encerrada en aquellas cuatro paredes, durante cuyo tiempo jamás olvidó el recuerdo de sus pecados. Tal fue su llanto, de tal manera y tan cruelmente maltrató su cuerpo, que cuando San Pafnucio fue a consultar a San Antonio a fin de saber si Dios la acogía bajo su misericordia, San Antonio, después de haber pasado con sus religiosos la noche en oración a tal objeto, le dice que el Señor había revelado a uno de dichos religiosos, San Pablo el Simple, que el cielo había preparado un trono radiante para la penitente Thais. Entonces el Santo, lleno de alegría y muy admirado por haber ella en tan poco tiempo satisfecho a la justicia de Dios, fuese a su encuentro para comunicarle que sus pecados estaban perdonados y que debía salir de aquella celda. El Santo le pregunta, qué era lo que había hecho durante aquellos tres años. Y ella le respondió: «Padre mío, puse mis pecados ante mis ojos como en un montón, y no cesé de llorarlos y de pedir misericordia» «Precisamente por esto, díjole San Pafnucio, y no por las demás penitencias, has cautivado el corazón de Dios». Habiendo abandonado, aquella celda para dirigirse a un monasterio, sobrevivió solamente quince días, después de los cuales voló al cielo a cantar las grandezas de la misericordia de Dios.

Este ejemplo nos muestra, con cuánta facilidad, y sin hacer ninguna de aquellas grandes penitencias, ganaríamos, si quisiésemos, el corazón de Dios. ¡Cuántos remordimientos nos atormentarán por toda una eternidad, por haber rehusado hacernos la menor violencia a fin de dejar el pecado!. Día vendrá en que veremos cómo hubiéramos podido satisfacer a la justicia de Dios, sólo con las pequeñas molestias de la vida que necesariamente hemos de sufrir en el estado en que Dios se ha servido colocarnos, si hubiésemos acertado a unir a ellas algunas lágrimas y un

sincero dolor de nuestros pecados. ¡Cuánto nos pesará haber vivido y muerto en pecado, al ver que Jesucristo padeció tanto por nosotros y que su deseo hubiera sido el perdonarnos con sólo haber implorado nosotros de Él esta gracia! Dios mío, ¡cuán ciego y desgraciado es el pecador!

Tenemos la penitencia. Ved, empero, cómo eran tratados los pecadores en los primeros tiempos de la Iglesia. Los que querían reconciliarse con Dios se presentaban, el miércoles de Ceniza, en la puerta del templo, con vestiduras sucias y rasgadas. Después de haber entrado en la iglesia, se les cubría la cabeza de ceniza y se les entregaba un cilicio para que lo llevasen durante todo el tiempo de la penitencia. Luego se les mandaba que se postrasen en la tierra, mientras se cantaban los siete salmos penitenciales para implorar sobre ellos la misericordia de Dios; seguidamente se les dirigía una exhortación para inducirlos a practicar la penitencia con el mayor celo posible, esperando que así tal vez Nuestro Señor sería movido a perdonarlos.

Después de todo esto, se les advertía que se les iba a arrojar del templo con cierta violencia, a la manera como Dios arrojó a Adán del paraíso después de haber pecado. Apenas tenían tiempo de salir cuando se cerraba tras ellos la puerta del templo. Y si deseáis saber cómo pasaban aquel tiempo y cuánto duraba aquella penitencia, vedlo aquí: primeramente, quedaban obligados a vivir en el retiro o bien emplearse en los más duros trabajos; según el número y gravedad de sus pecados, se les asignaban determinados días de la semana en los cuales debían ayunar a pan y agua; durante la noche y postrados en tierra; tenían largas horas de oración; dormían sobre duras tablas; por la noche se levantaban varias veces a llorar sus pecados.

Se les hacía pasar por diferentes grados de penitencia; los domingos, se presentaban a las puertas del templo ciñendo el cilicio, con la cabeza cubierta de ceniza,, permaneciendo fuera, expuestos a la intemperie; se postraban ante los fieles que entraban en la iglesia, y, con lágrimas, imploraban a rogar por ellos. Pasado algún tiempo, se les permitía acudir a escuchar la palabra de Dios; mas, en cuanto había terminado el sermón, se les arrojaba del templo; muchos, solamente a la hora de la muerte, eran admitidos a recibir la gracia de la absolución. Y aun miraban esto como una muy apreciable gracia que la Iglesia les hacía después de haber pasado diez, veinte años o a veces más, en las lágrimas y la penitencia. Así es como se portaba la Iglesia, en otro tiempo, con aquellos pecadores que querían convertirse de veras.

Si deseáis ahora saber quiénes se sometían a tales penitencias, os diré que todos, desde los humildes pastores hasta el emperador. Si me pedís un ejemplo, aquí tenéis uno en la persona del emperador Teodosio. Habiendo pecado aquel príncipe, más por sorpresa que por malicia, San Ambrosio le escribió diciéndole: «Esta noche he tenido una visión en la que Dios me ha hecho ver a vuestra persona encaminándose al templo, y me ha ordenado que os prohibiese la entrada». Al leer aquella carta, el emperador lloró amargamente; sin embargo, fue a postrarse ante las puertas del templo como de ordinario, con la esperanza de que sus lágrimas y su arrepentimiento moverían al Santo obispo. San Ambrosio, al verle venir, le dijo: «Deteneos, emperador, sois indigno de entrar en la casa del Señor». Respondióle el emperador: «Es verdad, mas también pecó David, y el Señor le perdonó». «Pues bien, le dijo San Ambrosio, ya que le habéis imitado en la culpa, seguidle en la penitencia». A estas palabras, el emperador, sin replicar más, se retiró a su palacio, dejó sus ornamentos imperiales, se postró con la faz en tierra, y se abandonó a todo el dolor de que su corazón era capaz. Permaneció ocho meses sin poner los pies en el templo. Al ver que sus criados se dirigían a la iglesia en tanto que él se hallaba privado de concurrir allí, se le oía dar unos clamores capaces de mover los corazones más endurecidos. Cuando le fue permitido asistir a las preces públicas, no se ponía de pie o arrodillado como los demás, sino postrado, la faz en tierra, de la manera más conmovedora, golpeándose el pecho, arrancándose los cabellos y llorando amargamente. Durante toda su vida conservó el recuerdo de su pecado; no podía pensar en él sin derramar lágrimas en abundancia. Aquí tenéis lo que hizo un emperador que no quería perder su alma.

¿Qué hemos de sacar de aquí? Vedlo: ya que es necesario de toda necesidad llorar nuestros pecados, y hacer penitencia en este mundo o en el otro, escojamos la menos rigurosa y la más corta. ¡Qué pena llegar a la hora de la muerte sin haber hecho nada para satisfacer a la justicia de Dios! ¡Qué desgracia haber perdido tantos medios como tuvimos cuando, al sufrir algunas miserias, si las hubiésemos aceptado por Dios, nos habrían merecido el perdón! ¡Qué desgracia haber vivido en pecado, esperando siempre librarnos de él, y morir sin haberlo hecho! Tomemos, pues, otro camino que nos será más consolador en aquel momento: cesemos de obrar mal; comencemos a llorar nuestros pecados, y suframos todo aquello que el buen Dios tenga a bien enviarnos. Que nuestra vida sea una vida de arrepentimiento por nuestros pecados y de amor a Dios, a fin de que tengamos la dicha de ir a unirnos a Él por toda una eternidad…