“La limosna que a Dios agrada, son las dos moneditas que le entrega la pobre viuda; la oración que a Dios agrada, es el suspiro del publicano que, acurrucado en un rincón del templo, implora su perdón; el ayuno que a Dios agrada, es el perfume de la desconocida pecadora, que llora indiferente a los sarcasmos de los convidados. No miréis a los hombres. Que vuestras miradas sean para el Padre, que está en los cielos, y en ese principio del cielo que es el secreto de vuestro corazón. Lo que hayáis hecho por Él, el Padre os lo devolverá”.

(Chevrot, “En lo secreto”, Patmos, p. 28-29)