“La madre de un hijo muy enfermo entró a rezar en la capilla de un hospital. El médico le había dicho que su hijo no tenía curación, que no podían salvarle, que habían hecho todo lo que estaba en sus manos… Ella le había contestado que no era posible que su hijo muriera, que debían intentar algo, que siempre se puede hacer más…

Su marido, ante el informe definitivo de los médicos, también había intentado que fuera razonable; le había dicho que debía tener conformidad, que, realmente, no había nada que hacer. Pero ella no les había hecho caso. ¡Ellos cedían con demasiada facilidad! Había venido a la pequeña capilla del hospital a decirle a Dios que su hijo era muy joven para morir, que Él debía hacer algo, que no podía hacerle ese desafuero… Estuvo mucho tiempo rezando. Y, lentamente, sin darse cuenta, llegó a una oración más profunda, experimentó el desasimiento que antes le era imposible, y ella misma quedó impresionada de las palabras que le venían a su boca:

Señor, quiero que lo cures, es lo único que deseo. Nunca te he pedido nada con tanta intensidad y tanta fe, pero sé también que es más hijo tuyo que mío, que nadie es bueno sino Tú, que está mejor en tus manos que en las mías. Lo dejo en tus manos, Señor. Dame paz. Cúralo, hágase tu voluntad sobre todas las cosas. Te amo. Amén, amén, amén.

El hijo murió a las pocas horas, pero a esta mujer nada le unió más a Dios que la muerte de esa criatura, que era más de Dios que de ella. Tú sabrás, Señor, lo que haces, le había dicho finalmente. Ya me lo explicarás más tarde, como a san Pedro: Simón, lo que ahora no entiendes lo comprenderás más tarde.

Y ya no lloró más”.

(Francisco Fdez. Carvajal, “El día que cambié mi vida”)