Yavé, alfarero  

Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó (Génesis 1, 27).

El alfarero, sentado a su tarea (…) con su brazo moldea la arcilla, con sus pies vence su resistencia; pone su corazón en acabar el barnizado, y gasta sus vigilias en limpiar el horno. Todos éstos ponen su confianza en sus manos, y cada uno se muestra sabio en su tarea. Sin ellos no se construiría ciudad alguna, ni se podría habitar ni circular por ella. (…) No demuestran instrucción ni juicio, ni se les encuentra entre los que dicen máximas.

Pero aseguran la creación eterna; y el objeto de su oración son los trabajos de su oficio (Eclesiástico 38, 29-34). 

¿Sabíais que los ángeles trabajan, y que en el Cielo hay talleres de todas las clases? No podía ser de otro modo ya que los ángeles son seres espirituales, y crear es propio del espíritu. También los hombres que han alcanzado la gloria gozan del mismo privilegio. ¿No os parece razonable que los grandes pintores, los poetas, los escultores o los trompetistas continúen su ta rea en el Paraíso? ¿Qué sería de Mozart sin la música? ¿Cómo podría Velázquez seguir siendo Velázquez en el Cielo sin una paleta llena de colores y un gran lienzo delante? Pues igual ocurre con los que hacen nove las, con los agricultores, con los cocineros, con los payasos o con los notarios. En el Cielo, trabajar es parte de la felicidad que Dios concede.

—Pero entonces —me diréis— ¿en qué queda el famoso descanso eterno?

Se descansa, naturalmente, pero sólo de la fati ga, del sudor; de las angustias de este mundo; no de la condición humana. Y ya dice el Libro de Job que el hombre nace para el trabajo y las aves para volar. Por tanto, si esa es nuestra condición, no tendría sentido que nos pasáramos la eternidad holgazaneando.

Pero vayamos a nuestro asunto. Antes de que Yavé creara al hombre, en los talleres del Cielo no se trabajaba la madera ni la piedra ni el bronce, ni nin guna otra cosa material. Los ángeles diseñaban cria­turas sólo con la imaginación, y las almacenaban en un depósito de obras de fantasía: allí se apilaban (es un decir, ya que el espíritu no ocupa lugar) montones de proyectos: camellos para el desierto, borricos para el campo, puestas de sol para la Antártida, nubes de diferentes texturas para tormentas tropicales… A veces Yavé —que, por supuesto, es el único Creador de verdad (los demás son sólo creativos)— visitaba aquel almacén de sueños, aprobaba alguno de los proyectos y les daba el ser, sacándolos de la nada.   

Así funcionaban las cosas. Por eso sorprendió tanto allí arriba que, una mañana, Dios decidiera mancharse las manos de barro.

Yavé había hecho una pausa. Recorrió de nuevo con la mirada todo lo creado, y, por un instante, paró el reloj central de las galaxias: detuvo el parpadeo de las estrellas, el vuelo de los cometas, el torrente de los ríos, el silbo de la brisa… Hasta las olas quedaron, du­rante aquel segundo, de puntillas en el océano como frías esculturas de plata. Y se produjo en el mundo un silencio tan hondo que hasta los ángeles temían rom­perlo con su vuelo. Y dijo Dios:

—Vamos a comenzar el segundo acto de la Crea­ción. Todo está dispuesto para recibir al soberano de este mundo. Hagamos, pues, al hombre a nuestra ima­gen y semejanza…

Bajó entonces a la tierra, y, a la sombra de unos álamos, junto al río, abrió su taller de alfarería. Tomó Yavé lodo del suelo. Era una tierra rojiza y blanda que enseguida se amoldó a las caricias del Creador.

—Primero formaré el cuerpo de vuestro rey —dijo Yavé.

E inclinándose sobre la tierra, comenzó a mode­larlo, mientras le hablaba en voz muy baja:

—Tu cuerpo será hermoso y fuerte. Caminarás er­guido, porque no debes humillarte ante criatura algu­na: sólo ante tu Dios. Tus ojos mirarán de frente como las águilas; y ve­rán el relieve; medirán las distancias y gozarán con los colores de las cosas. Encenderé en ellos una luz para que las demás criaturas reconozcan en ti a su dueño. 

Tus manos serán atractivas y fuertes: servirán para golpear, pero también repartirán caricias. Tendrán su propio idioma, tan expresivo como la mirada o la palabra. Te servirán para crear belleza; manejarán instrumentos toscos y refinados; serán sensibles y recias.

Te voy a modelar un corazón: una bomba de san­gre que, además de dar vida al cuerpo entero, será el sismógrafo del espíritu que registre, en una precisa escala de latidos, todas las emociones que tu alma pueda expe­rimentar.

Tendrás un cerebro vigoroso, capaz de conocer las leyes más secretas de este universo que te he creado. Con él, llegarás lejos: ni tú mismo alcanzarás a conocer sus límites. Será una máquina perfecta si sabe someterse al espíritu, que es su guía; si se humilla ante la ver­dad y cree en ella; si aprende a elegir la Sabiduría antes que el ingenio: si no renuncia a conocerme a mí, que soy su Creador.

Te concedo además el don que hasta ahora sólo he otorgado a los ángeles. Serás capaz de amar y de recibir amor. Al entregar tu cuerpo, entregarás tu alma y todo tu ser, como yo mismo me entrego. Podrás unirte a tu esposa —y ella a ti— en un amor fiel y fecundo. Y cuando digas «para siempre», así será: amando, te harás eterno, como yo soy eterno.

Este barro, con el que Le formo, es sagrado. Vas a ser lodo y espíritu en una sola pieza. No te vendas; no desprecies la materia que te he dado. Porque tu cuerpo también ha sido hecho a imagen de Dios.

El Cuerpo de mi Hijo me ha servido de modelo para crearte a ti, Adán.

A continuación, sopló Yavé un viento huracana­do que endureció el barro, penetró por todos sus po­ros y lo llenó de vida. Así nació el primer hombre, la única criatura material que, por ser imagen de Dios, hablaba cara a cara con Yavé; amaba como ama Yavé, y era señor de cuanto se movía sobre la tierra.

—Realmente eres importante —le dijo su Crea­dor—: el universo es tuyo. Pon un nombre a cada animal y a cada planta, porque todas las he creado para ti, y aún no saben lo que son ni para qué están en el cosmos: tú debes defi­nirlas y explicárselo.

Aprende a ser dueño de esta tierra. No le pidas que te dé lo que sólo yo puedo darte, porque me ofenderías a mí, te destruirías a ti mismo y la tierra te castigaría. Ama al mundo como yo lo amo, respetando sus leyes. Contémplalo, y no dejes nunca de asombrarte ante la belleza: así me conocerás a mí, que soy su Crea­dor.

Y trabaja: ayúdame a completar mi obra. Manifestarás tu señorío sobre la tierra convirtiéndola en tu ho­gar, domesticándola para tu servicio y el de mi Hijo.

Yo lo he dispuesto todo en Belén para el nacimien­to de Jesús; pero aún faltan los caminos por donde lle­garán los pastores y los Magos. A ti te corresponde hacer el plan de carreteras, y construir el castillo de Herodes, el pesebre del portal, la posada…

Los caballos todavía están descalzos. Tendrás que hacerte herrero para resolver el problema. Y alfarero, como yo, para guardar el agua y el trigo en mi casa de Belén. Y debes inventar la ganadería, porque es preciso llenarlo todo de ovejas. Y te daré semillas de todas las plantas, para que nazca la agricultura.

Has de saber, además, que he escondido petróleo en las entrañas de la tierra, y he cargado de energía el corazón de la materia. Ten paciencia: ya la descubrirás, y serás poderoso.

He creado ocho mil especies de aves, para que aprendas a imitar su vuelo. Ellas serán también tus profesoras de música. (También hay ocho mil especies de hormigas; pero dudo que puedan enseñarte algo práctico, por mucho que se empeñen los fabulistas.)

Por último, te he concedido el don de la palabra, para que hablemos en tu lengua cuando me necesites: háblame, que quiero ser tu interlocutor a todas horas. Ofréceme tu trabajo de cada día y cántame a mí en to­das tus canciones.

Di siempre la verdad: no profanes la palabra que te he dado. Si te cansas de hacerlo, puedes inventar la li­teratura. Con todo eso, ¿sabrás ayudarme a montar el belén?