“Estoy perdido”, dijo en voz baja. Nadie lo oyó, pero lo pensó tantas veces que el eco se le quedó pegado por dentro.

Había dejado su ciudad para probar suerte en otro país. Prometía ser solo por unos meses, pero ya llevaba más de un año, sin encontrar lo que había ido a buscar. El trabajo que consiguió no tenía nada que ver con lo que había estudiado. El idioma le pesaba. Los días eran largos, los fines de semana, aún más.

Una tarde, al salir del trabajo, se sentó en un banco del parque con la intención de no pensar en nada. A su lado se sentó un hombre mayor, con una libreta entre las manos. No se conocían, pero el desconocido le ofreció una sonrisa y, tras unos segundos de silencio, le dijo:
—A veces no sabemos que estamos en el lugar correcto hasta que nos vemos desde el futuro.

Él se rió, incómodo, sin entender del todo.
—Yo también me sentí perdido una vez —añadió el anciano—. Me pasé años creyendo que me había equivocado de camino, y hoy, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta de que cada paso torcido me llevó justo a donde tenía que estar.

No intercambiaron nombres. No volvieron a verse. Pero esa frase se le quedó grabada.

Hoy, años después, tiene un trabajo que le apasiona, en una ciudad que siente como suya. Y cuando alguien le dice “estoy perdido”, él piensa en aquel banco, en aquella frase, y sonríe.

Porque a veces estar perdido no significa estar mal. Solo quiere decir que estás en medio de un viaje que aún no entiendes.