Samson Raphaelson había escrito con Ernst Lubitsch ocho películas, sin embargo nunca había tenido la sensación de conocerlo realmente. ¿Eran amigos o tan sólo colegas de trabajo? No habría podido decirlo. Hasta un día de 1943. Lubitsch sufrió un ataque al corazón y todo Hollywood creyó que había muerto. Conmocionado, Raphaelson dictó a su secretaria un elogio fúnebre. Y entonces surgieron todas las palabras que nunca le había dicho en vida. Sí, lo apreciaba. Sí, eran amigos. Pero Lubitsch no había muerto. El manuscrito quedó oculto en un cajón. Pasaron los años, las películas y las ocasiones de decir lo que nunca se habían dicho. Todo volvió a la normalidad. Pero cierta tarde de 1947 (habían terminado un guión, nunca volverían a verse), Lubitsch se dirigió a Rapahelson de modo más íntimo de lo habitual. «Por cierto, Sam, he oído que escribiste algo hace unos años cuando estuve enfermo?» Samson Raphaelson se quedó de una pieza. Empezaba la hora más extraña y embarazosa de su vida.