Difícilmente se hallará, no ya en la literatura cristiana, sino incluso en la universal, un libro más bello y encan­tador, más emocionante y sugestivo, después de la Sagrada Biblia, que las Confesiones de San Agustín. Porque con ser todos los que salieron de su maravi­llosa pluma admirables, y casi diríamos divinos, brilla, sin embargo, entre ellos este fascinante y original libro suyo que, durante quince siglos, no ha dejado de ser leído con supremo deleite por sabios e ignorantes, por crédulos e incrédulos. Acercarse a las Confesiones y sintoni­zar con su mensaje no ha sido, y menos ahora, un ejercicio de pura erudición consistente en buscar el futuro en el pasado, sino la constatación obligada y contagiosa de la inquietud radical del hombre en la búsqueda de la verdad, de la felicidad, de Dios. Por eso, las Confesiones agustinianas no han perdido nada de su frescor y espontaneidad.