Si América fuera el espejo en el que se mira el hombre del Renacimiento, África será donde el hombre ochocentista cobrará conciencia de si mismo. En su autodestrucción ideológica, la Europa burguesa del progreso y de la máquina necesitaba mitos, y el continente oscuro se los proporcionó con creces. Forjada con los testimonios de los que lo recorrieron, aquella fantasmagoría llamada África sirvió para acabar la imagen del Otro inferior que encarnaría el negro/proletario- con la que resaltar la excelencia del blanco/burgués, para reformular el arquetipo del héroe representado por el explorador, para inventar la antropología, proveer la literatura de viaje, ejecutar el colonialismo, espolear el patriotismo y hacer posible la misión redentora inherente a la tradición judeocristiana. También serviría, y no de menos, de oscuro objeto del deseo, porque aquella civilización que adoraba al dios de la razón nunca ha podido olvidar su yo tenebroso, un no que África le recordará con una insistencia inquietante.